Aisa D. tiene 20 años y «hace ya dos» que abandonó Guinea Conakry con la ilusión de llegar a Francia, donde asegura que la espera su marido. «Ahora mismo no sé el nombre de la ciudad donde está él», apunta mientras acuna con sus piernas a su hijo Ibrahim. El pequeño «tiene dos años», aproximadamente el tiempo que ha pasado desde que ella salió de casa. «Partí con él en una mochila en la espalda», recuerda. «Fue duro –sostiene–, pero en Conakry no teníamos nada».

Ajeno al relato de su madre, el niño duerme tras haber estado correteando por la plaza San Juan de Irun, donde se ganó el cariño de un hombre mayor que le compró una piruleta. Este gesto llega apenas un par de minutos después de que otra persona de unos 70 años se parara en pose desafiante ante el grupo de migrantes que ese día atienden los voluntarios de Irungo Harrera Sarea: «¿Qué pasa, no puedo mirar a esta gente?», dice con poca simpatía.