Droga y mendigos en el centro de Madrid, pese a la fuerte presencia policial
ABC, 10-07-2006MARÍA ISABEL SERRANO
MADRID. Hay menos. Pero hay. El despliegue policial – tanto de agentes de Policía Nacional como de Policía Municipal – se nota a la legua por todo el centro de la capital. Con todo y con eso, siguen existiendo las esquinas cotizadísimas por los mendigos para su recaudación diaria, los bancos – cama para jóvenes toxicómanos, las puertas de iglesias que son el puesto de trabajo habitual de ciertos indigentes y, también, los pasos peatonales – como el que se encuentra bajo los jardines de la plaza de España – donde establecen su «domicilio», a modo de comuna, drogadictos, inmigrantes y alcohólicos.
Estamos ante otra de las rutas de la exlusión social. Madrid tiene muchas. El centro – la almendra, que dicen los técnicos – , está plagada. La vigilancia policial, insistimos, se ha hecho mucho más visible. Hay coches patrulla cada dos pasos. Están, aparcados y paraditos, en la calle de Preciados, en Callao, en la calle del Carmen, en la plaza de España …
Los agentes, cumpliendo su misión, patrullan palmo a palmo calles y plazas sin parar. No se dejan ningún rincón. Es lógico, por ello, una mayor «limpieza», con perdón, de colchones tirados en el suelo, de restos de botellas, de desperdicios y de restos de comida esparcidos por la vía pública.
Sin embargo, en plena Carrera de San Jerónimo nos topamos con la primera mujer que pide limosna. Parece de algún país de Europa del Este. Está sentada en la acera. Viste falda larga y blusa estampadas. Las chanclas dejan al descubierto unos pies sucios. En la cabeza, un pañuelo que, en su día, debió de ser de color blanco. No quiere conversación. Le molesta cualquier pregunta por nuestra parte y esconde, como puede, ese vaso de plástico blanco con el que está pidiendo. A media mañana, lo tiene medio lleno de monedas pequeñas; de un euro adivinamos muy pocas.
Toda de negro
En la calle de Preciados, a pocos metros de la Puerta del Sol, encontramos a Consolación. Así dice llamarse una anciana, vestida de negro de pies a cabeza, que se apoya en un bastón rematado por metros de esparadrapo color miga de pan. Nos da palique porque, previamente, hemos dejado algo de dinero en su cuenco. Lleva una bandeja llenita de cajas de medicamentos: Nolotil, Motilium, Gelocatil… «Es que tengo muchos dolores. Son pastillas que me receta el médico pero mi pensión es muy cortita y no me da para casi nada», nos cuenta. Tampoco sabe muy bien los años que tiene. Calcula que unos 73.
- A su edad, y con este calor, ¿no tiene otro medio de vida?, le preguntamos.
- «Cuando me canso, me voy a una esquina, de sombra, y ahí descanso un ratito. Eso me dura mientras no me ven los policías, que me tienen muy controlada y, a veces, no me deian andar tranquila por aquí», responde la anciana.
Consolación relata que no tiene más remedio que pedir. «Estoy enferma y soy viuda. Vivo con una hija, viuda también. He visto cómo se me han muerto tres hijos, de mala manera …». De su hombro cuelga un cartelón que reza: «Por amor de Dios. Tengan caridad con la abuela, que esta «henferma» del corazón y hepatitis. Gracias. Dios les de salud».
Ahí dejamos a Consolación, con sus monedas, su bastón, sus cajas de medicamentos – algunos peatones comentan que «todo es cuento» – y con su paciencia, esa no se le puede negar, para aguantar horas y horas allí plantada.
Caminamos hacia la plaza de Callao. Enseguida encontramos a otro indigente. Se encuentra junto al escaparate de unos grandes almacenes. Se trata de un varón. Está sentado sobre una enorme bolsa de «nailon» oscura. Suponemos que es donde guarda todas sus cosas. Las únicas que el hombre debe de tener. Se llama Ángeles Masneda y es portugués. Asegura que lleva en España algo más de dos años. «Pido porque no tengo para comer. Pido para comer. No puedo trabajar porque estoy enfermo, muy enfermo. Tengo dos hernias que debería quitarme pero no sé como pagarlo o donde ir para que me operen sin que me cueste». Ángeles vive con una hija en Madrid. «Ella – asegura – tampoco puede trabajar. Es diabética. Yo estoy casi siempre aquí, en Callao. Pero son muchos los que quisieran estar en este lugar. La Policía, por lo general, no nos molesta. De vez en cuando nos dice que nos movamos un poco», relata.
- ¿Se saca usted suficiente para ir tirando?. La pregunta no parece hacerle mucha gracia. Nos mira y pone cara de pocos amigos. Al final, admite que «se saca muy poco porque hay bastante competencia». Y, en ese momento, nos señala toda la plaza de Callao y, también, la Gran Vía hacia abajo, camino de la plaza de Plaza de España.
De invierno en plena canícula
Llegamos a esa plaza, a la de España. Nada más entrar en ella vemos a un hombre de raza negra que está de pie y pidiendo. Utiliza un gorro de ganchillo a modo de limosnera. En cuanto le indicamos nuestras intenciones, un evidente nerviosismo le invade. «No, no. Por favor. No hablo nada». Algo muy parecido nos ocurre con otra indigente que está en medio de la plaza. Es una mujer de unos 60 años. Delgada, muy delgada. Viste de invierno en plena canícula y arrastra cuatro bolsas de plástico repletas de papeles, cartones y lana. Nos hace un gesto para que la dejemos en paz. Huye disparada pero cambia de rumbo en cuanto se percata del coche patrulla de la Policía Nacional estacionado junto a las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza, hacia donde ella iba.
Lo peor todavía estaba por ver. Se trata del paso peatonal subterráneo de la plaza de España. Allí, bajo techado, duermen cuatro inmigrantes. En realidad, los cartones y los «huecos» parecen indicar que allí están «domiciliadas», por lo menos, diez o doce personas. Huele a orín que apesta. El calor, sofocante, lo aviva aún más. Llama la atención una caseta hecha a base de cartón. El «dueño» no está pero tiene muy bien marcado su territorio.
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