Menores acostados en estanterías en una nave del polígono de El Tarajal
Un almacén abandonado sirve de refugio y cama improvisada para una docena de menores no acompañados que entraron a nado en Ceuta
Diario Sur, , 20-05-2021ceuta. Después de las travesías a nado en las fronteras de El Tarajal o Benzú, les espera un nuevo cara o cruz: el purgatorio o el infierno. No se trata de una exageración. Para los mayores de 18 años, el purgatorio está en las calles de Ceuta, las casas abandonadas en los barrios, la antigua prisión o los tejados de las casetas de electricidad – sí, incluso ahí duermen – , donde deambulan sin encontrar el futuro que les habían prometido al otro lado de la frontera.
El infierno está en el polígono de El Tarajal, desierto a la una de la madrugada, salvo por la presencia de los militares y los furgones de la Policía Nacional. El estado de las calles se va deteriorando a medida que se avanza por el laberinto de naves. Pero es al final del recorrido donde está el inframundo. La basura se acumula en el suelo, especialmente en las aceras. Un voluntario de la Cruz Roja está de pie justo en la entrada, como dando a entender que allí tiene trabajo. Saluda, sin más. Nadie tiene demasiadas ganas de hablar, después de todo.
En la puerta de la última nave yacen sobre la acera cuatro mujeres subsaharianas tapadas con las mantas rojas que les proporcionó algún voluntario. Una de ellas duerme en una hamaca de la playa que parece un oasis en el desierto. Las otras tres, al raso, utilizando como almohadas los paquetes de pañales de los dos bebés que las acompañan.
Mariama (32 años) acuna entre sus brazos a una niña que ha cogido bien el sueño. Dice que cruzaron la frontera a nado hace tres días. Es difícil entenderlas, el idioma es otra barrera más. Piden un cargador para el móvil. Y que intercedamos con la policía para que las dejen «entrar» a la nave, como quien busca un pase VIP para escalar un peldaño en aquel infierno. «Eso es cosa de los vigilantes, pregúntele a ellos», despacha educadamente uno de los agentes de la Unidad de Intervención Policial (UIP) desplazados desde Málaga para ayudar a controlar la situación.
Los vigilantes pertenecen a la empresa de seguridad privada Eulen y han sido contratados por las autoridades, aunque es imposible sacarles por quién. Educación no les falta, pero el idioma les sirve de poco. Como si fueran robots, rehúsan hablar en todo momento con los periodistas y se dedican a su misión: controlar y aporrear las dos puertas medio rotas de una nave azul que alberga a jóvenes que pueden ser menores de edad, los llamados menas, a los que aún hay que hacerles pruebas oseométricas en el hospital para determinar con exactitud su edad.
Según explica la portavoz de Cruz Roja Isa Brasero, el viejo almacén empezó a utilizarse antes incluso de la pandemia y la Ciudad Autónoma dejó en manos de la ONG su gestión. Con la pandemia, comenzó a usarse como filtro para detectar casos de coronavirus: a los jóvenes que aparentan ser menores se les lleva allí hasta hacerles un test de antígenos. Si dan positivo, se les aísla. Si el resultado es negativo, y una vez realizada la prueba oseométrica que confirme su edad, se les envía al centro de menores La Esperanza.
Son ya casi las dos de la madrugada y dentro de la nave el ambiente es frenético. Corren, se pelean entre ellos, se acercan a la puerta, se alejan cuando el vigilante aporrea la chapa de metal… «¿Habéis podido ducharos al menos en estos días?», pregunta una periodista, preocupada por su estado. Antes de que respondan, los alejan de nuevo.
Pero la puerta está lo suficientemente rota como para dejar ver, al menos parcialmente, lo que sucede dentro.
En la última esquina de la última nave del último rincón del polígono hay una estantería metálica, algo vetusta, de tres metros de altura y 50 centímetros de ancho que debió de pertenecer al antiguo almacén de comercio que acogía el edificio. Donde antes se apilaba mercancía, hoy se apilan críos. Es difícil contabilizarlos, pero puede haber alrededor de una decena de jóvenes acostados en esa especie de colmena. Incluso hay uno que asume el riesgo de la caída y duerme en la balda más alta. Al ver a los periodistas, se revolucionan. «Mascarilla, mascarilla», pide uno de ellos. «Tabaco», reclama otro. El vigilante bebe con prisa un Red Bull antes golpear de nuevo la chapa.
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