SER MUJER REFUGIADA

De los 80 millones de desplazados forzosos registrados en 2020 aproximadamente la mitad son mujeres y niñas que, solo por su condición, afrontan formas de violencia que no padecen los hombres. Hoy, avanzan hacia la igualdad gracias al trabajo y la inspiración de otras mujeres

El País, ALEJANDRO MARTÍN, 11-03-2021

Una refugiada afronta, por su condición de mujer, peligros y discriminaciones por los que no han de pasar los refugiados hombres o que los acechan solo en mucha menor medida. Violencia sexual, trata, sexo por supervivencia, matrimonios concertados… Ellas son aproximadamente la mitad de los 80 millones de desplazados forzosos que registró Acnur (Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 2020 y, sin embargo, padecen peores posibilidades educativas, de inserción laboral y más dificultades hasta para obtener residencia legal en el lugar de asilo. Muchas, ni siquiera tuvieron voz ni voto en la decisión de abandonar su hogar.

Es el panorama que dibujan los datos. Sirvan de ejemplo, ahora que se cumple el décimo aniversario de la guerra de Siria, algunas estadísticas recogidas por ONU Mujeres en un informe que abarca hasta finales de 2019 sobre las mujeres refugiadas sirias en Líbano, país que acoge más personas refugiadas per cápita, con 884.000 en una población de menos de siete millones. El 38% de estas mujeres reconoce haber sufrido violencia sexual; tienen seis veces menos posibilidades de encontrar trabajo y, cuando lo encuentran, es ocasional y en labores agrarias o limpiando; cuentan con un 9% menos de opciones de recibir un permiso de residencia que los hombres (tan solo de un 18%), lo que deriva en arrestos e incluso deportaciones; una de cada tres chicas está involuntariamente comprometida o casada por razones económicas, porque sus padres no pueden mantenerlas; y, aunque resulta incuantificable, según este informe, con frecuencia estas mujeres se ven obligadas a mantener relaciones sexuales como forma de pago del alojamiento u otros bienes básicos.

El ciclo de las violencias
Las sombras de este retrato siguen siendo oscuras y, sin embargo, hay luz: la reversión de esta desigualdad entre personas refugiadas es una tendencia que avanza despacio pero inexorablemente, gracias sobre todo al trabajo durante años de otras mujeres , como Laura Almirall y Eva Menéndez, ambas de Acnur; o, sobre todo, gracias a la toma de conciencia de las mujeres refugiadas que hoy, en ciudades o campamentos de todo el mundo, asumen tareas organizativas y son escuchadas e incentivadas para ser dueñas de sus destinos. Estas son sus historias.

Escuchar a todas las ‘socias’
Eva Menéndez es especialista en temas de género de Acnur España. Ella es una de las personas que mejor sabe desentrañar los entresijos de esas formas de violencia que se ceban particularmente con las mujeres y que luchan por corregir. Cuenta Menéndez que, a aquellas mujeres que han experimentado una gran discriminación en sus comunidades de origen, les resulta más difícil salir de situaciones de abuso durante el tránsito o incluso ya asentadas en el país de asilo. “Imagina una mujer rural perseguida por grupos armados en el norte de Malí a la que han agredido sexualmente antes de montar en una patera rumbo a Canarias”, ejemplifica. “Ella, como muchas mujeres , puede haber normalizado esta y otras vejaciones por una cuestión cultural. Y podría desconocer que tiene derecho a asilo o ser incapaz de llevar a término el proceso sin asistencia”. Menéndez da cuenta de cómo en la última década, justo para combatir estos casos, los mecanismos de protección han evolucionado para individualizar la atención “escuchando a esas mujeres , poniéndolas en el centro”. Aporta un detalle ilustrativo: “A las mujeres refugiadas que son parte de los programas de Acnur no las llamamos usuarias o beneficiarias, sino socias; trabajamos con ellas para responder a sus necesidades”.
Cambiar las cosas en el terreno
En 2000 Laura Almirall llegó a Guatemala para ser observadora del proceso de paz, y no tardó en descubrir que no se lo pondrían fácil. “Todos se llamaban entre sí licenciados, menos a mí, la única con estudios superiores. Después, me casé con un médico y pasé a ser doctora”, cuenta Almirall riendo. Dice que al principio solían buscar un interlocutor hombre, y que debió aprender a transmitir firmeza hablando y con su lenguaje corporal para que las autoridades de Pakistán, Malawi, Zambia, Angola o Líbano, de los numerosísimos países donde ha estado destinada, asumieran que estaban ante “la jefa”.

No obstante, Almirall, hoy representante de Acnur en El Salvador, cuenta que ser mujer le ayudó en aquellos contextos a colarse en las casas y charlar en torno a un té con amas de casa, niños o perseguidos LGTBIQ+; a tomar buena nota de sus preocupaciones, hasta entonces sepultadas por las de “la mayoría”. “Esa gente que durante décadas no había tenido voz, ahora la tiene. Existe un protocolo: hacemos análisis participativos con todos los grupos poblacionales y todas las opiniones quedan representadas y se toman en cuenta para cualquiera de nuestra acciones”, explica. Incluidas las de las mujeres que, por ejemplo, desde que se encargan en algunos campamentos de la distribución de alimentos han logrado que bajen los índices de malnutrición infantil, que el alimento llegue a todas las bocas y deje de ser mercancía de contrabando, como ocurría cuando era atribución exclusivamente masculina. “Tratamos de hacer partícipes a todas y de entender cuál es su visión de futuro”, explica Almirall, una labor de acercamiento y sensibilización fruto de la cual sucede, por ejemplo, que jóvenes somalíes acepten hoy casarse con mujeres sin infibular (a las que no han extirpado el clítoris), un paso de gigantes hacia el fin de la ablación femenina. Avances indispensables para voltear la injusticia.

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