«Subí al autobús en Ucrania para bajarme en La Glorieta»
Al piso de acogida para mujeres de Cáritas no ha entrado un hombre en 16 años. Son las normas. Ahora se abre la puerta «Llegué desde Crimea hace tres meses. Y tres días duró el viaje... pero en tres semanas hallé un empleo»
La Verdad, 25-06-2006Ganna Pryanikova debe estar loca. O, cuando menos, nadie se explicaría que abandonara su hogar, aquellas playas doradas que el sol mece todo el año, salpicadas de balnearios termales adornados por más de 2.500 especies de plantas silvestres, palacios de los zares y castillos que parecen inclinarse sobre los acantilados del mar Negro. Nadie comprendería que esta ucraniana de 31 años abandonara su remota Crimea natal… pero nadie que no supiera que el futuro de su familia era allí tan oscuro como las aguas que bañan las costas del país.
El mar Negro, con sus dos kilómetros de profundidad, es el mayor sistema marino sin oxígeno del planeta. Y a Ana también le costaba respirar cuando cobraba los escasos cien euros mensuales que le entregaban por su trabajo de costurera. Cierto día, el teléfono atronó su humilde casa. No se lo esperaba, aunque le cambiaría la vida.
Unos amigos suyos la llamaban desde Guadalupe, en Murcia, desde donde le contaron maravillas de esta improbable tierra de provisión. Apenas colgó el auricular, Ana hizo sus maletas. Y durante los tres interminables días que duró su viaje en autobús en la mente retumbaba el último consejo enviado desde España: «Busca una oficina de Cáritas».
PIONEROS EN LA FORMACIÓN
Oasis en medio de la ciudad
Cáritas dispone en la ciudad de Murcia de ocho casas de acogida para inmigrantes, a las que se suman otras tres en el barrio de El Carmen y varias repartidas en Cehegín, Lorca y Cartagena. Todos los residentes en estos lugares pasan primero por la llamada Casa de África, la casa matriz de un programa que fue pionero en España en 1990 y luego se extendió por todo el país. María Teresa Camacho, responsable de Inmigración de Cáritas, aclara desde el principio que «no sólo se trata de darles techo y comida. Por eso, hemos impulsado un programa que concluye incluso con su reinserción».
Ganna, como el resto de sus compañeras, vivió en la Casa de África los primeros días tras su llegada. Ahora permanece en otra vivienda mientras se prepara, en diferentes clases, para buscar trabajo. Poco a poco, la institución le irá dando mayores responsabilidades, hasta que ella sola sea capaz de adquirir responsabilidades en una sociedad que desconoce por completo. Entretanto, a miles de kilómetros de distancia, a Ana la aguardan su marido y una hija de apenas doce años. A ambos les envía un mensaje: «Progresaré aquí pero no será para volver, sino para que vengáis vosotros».
UN HOGAR ANÓNIMO
Al final de la escalera
Ganna disfruta de una habitación pequeña y coqueta, bien ordenaba, y por cuyas ventanas se asoma el sol apenas un par de horas, muy de mañana, cuando los rayos logran superar la azotea del edificio de enfrente. Su improvisado hogar, cuya dirección permanece en el anonimato aunque apenas dista cinco minutos del centro de la capital, huele a ambientador y los suelos relucen. Nunca, desde hace más de quince años, ninguna cámara fotográfica ha logrado atravesar el dintel de un piso de acogida.
Ana comparte su habitación con otra ciudadana rusa que, a su vez, se reparte el piso con otras cuatro mujeres. Allí no entran hombres, bajo ningún concepto. «La única razón es preservar la intimidad de quienes habitan la casa», aclara María Teresa. Ni siquiera los familiares masculinos de las residentes pueden permanecer en la vivienda.
El único signo que identifica la finca es un cartel diminuto de Cáritas en la puerta de entrada. Más abajo, junto a la salida del edificio, otro aviso recuerda que el portón «siempre debe estar cerrado». Arriba, en la cocina del hogar, se celebran los cursos de cocina que habitualmente se imparten a las mujeres. Es otra forma de integración. De hecho, apenas se accedía al lugar, cierto olor invadía toda la casa. «Es que hoy hemos preparado zarangollo», aclaraba una de las monitoras para añadir al instante: «¿Y bien rico que ha salido!». En el hogar de acogida, como en cualquier otra residencia de Cáritas, existe un toque de queda que todas respetan salvo causa mayor. El cerrojo de la puerta se cierra a las once de la noche. Más allá de esa hora no volverá a abrirse hasta el día siguiente. Quienes incumplen este horario, sin justificación alguna, tienen que abandonar de inmediato la casa. Aunque, de hecho, son pocos los casos en que se adopta esta medida.
LO PRIMERO, HABLAR ESPAÑOL
Una agenda muy apretada
Aunque apenas lleva tres meses en España, Ana ha conseguido comprender y balbucear un idioma que, hasta su llegada, le sonaba a chino. El secreto de su progreso reside en las clases que recibe en Cáritas cada día. Son la primera ocupación de la mañana, después de asearse, ordenar su habitación y hacer la cama.
Las clases comienzan a las nueve en punto de la mañana y a ellas asisten todas las residentes del piso de acogida. Dos horas más tarde, también celebran otro sesión denominada de «refuerzo del español», donde practican la conversación y son instruidas sobre cómo desenvolverse en la sociedad que las acoge. La asistencia a estas clases es obligatoria. Sin excusas: quien no asiste a ellas abandona el programa y, lo que resulta más persuasivo, pierde su hogar.
Cuando el mediodía se acerca, las mujeres se reúnen en la cocina. Una profesora explica con paciencia los ingredientes necesarios para preparar un plato exquisito. Y, a veces, es imprescindible aclarar incluso para qué se usan según que piezas de la vajilla. «En alguna ocasión han llegado a nosotros inmigrantes que no sabían ni utilizar un cubierto porque en su cultura no es común hacerlo», revela una de las pedagogas.
El plato fuerte del día es zarangollo, un nombre que a Ganna le cuesta pronunciar. Pero pronto se arma de valor, agarra la espumidera y da vueltas a la masa vegetal con tanta destreza como si fuera oriunda de La Arboleja.
OTRAS 700 GANNAS
Católicos y respetuosos
Cáritas Diocesana atesora, en lo que va de año, un total de más de 700 contratos de entrada similares al que firmó Ana en su día. Por él, la mujer se comprometía a respetar las normas de la casa y participar activamente en las actividades programadas. Quince días más tarde, el primer contrato se prorrogó. «Aquí no aceptamos personas para echarlas a la calle a los dos días – advierte María Teresa Camacho – . Intentamos que aprendan a sobrevivir, a construir un hogar y a mantenerlo». Ganna está en camino. Ha comprobado que aquel aviso que le dieron sus amigos de Guadalupe acerca de la ayuda prestada en Cáritas fue un acierto. Sin embargo, desde la institución advierten de que no han detectado efecto llamada alguno, sino, más bien, «efecto expulsión de aquellos países», motivado por la falta de trabajo, el hambre, la miseria…
La disciplina en los pisos de acogida, bien analizada, apenas difiere de una serie de normas de convivencia que cualquier persona observa sin mayor problema. Así, el aseo personal, el respeto al sueño de los demás o colaborar en todas las tareas de la casa son condiciones inexcusables para continuar en el programa de Cáritas. El resto, desde las opiniones políticas o religiosas a las aficiones, queda a la libertad de cada cual.
En Cáritas – a pesar de ser una institución de la Iglesia Católica – nadie se interesa por el credo de quienes piden su ayuda. «No hacemos proselitismo. Se respetan todas las religiones y sólo se exigen ciertas garantías morales, casi universales», aclara una pedagoga.
¿Y POR QUÉ A MURCIA?
Aseguran que no hay mafias
Ganna recuerda que su viaje hasta España fue rápido: «Estuve tres días enteros en un autobús». Ni siquiera le pusieron reparos al salir de su país en un vehículo repleto de esas maletas abultadas que componen quienes no piensan regresar en mucho tiempo. «Pasé por Rusia, Austria, Italia… hasta llegar a Murcia, a La Glorieta» – continúa Ganna – y, entre las miles y miles de localidades españolas, llegó a Murcia «sin pasar ni una hora en ninguna otra».
Este detalle, hace ya algún tiempo, llamó la atención de las autoridades de Cáritas, quienes se plantearon la posibilidad de que redes mafiosas del Este de Europa intentaran vender el viaje hasta España y convencer a los incautos de que los servicios prestados en la institución española entraban en el precio. Aunque no se pudo probar nada, es costumbre en Cáritas investigar a quienes se dedican a acercar, una y otra vez, a inmigrantes para que les presten su ayuda.
«Cuando alguien te trae un día a su vecino, al siguiente a un familiar, al otro a un conocido – revela María Teresa Camacho – procuramos que un traductor le explique que aquí todo es gratis, que pueden venir ellos solos para que les ayudemos». Y la ayuda no se reduce a buenas palabras. Cuando apenas se había completado este reportaje, Ganna recibió una oferta de trabajo en España. Alguien se interesó por contratarla para el cuidado de un hogar. Así las cosas, en apenas tres meses, esta simpática mujer de Crimea ha logrado degustar que en Murcia todavía se puede hacer fortuna. Con el sueldo que consiga, como advierte, «traeré a toda mi familia». Es posible que ellos también lleguen en un autobús; pero, a diferencia de Ganna, vendrá a su hogar.
(Puede haber caducado)