«Yo la quería mucho porque me ayudó cuando mi marido me pegaba»
María, una amiga de la fallecida, relata cómo intentó socorrerla tras la
La Razón, 25-06-2006Madrid – «Yo la quería mucho, porque me ayudó cuando mi marido me pegaba».
La que habla, entre sollozos y accesos súbitos de ira, es María, una de
las amigas de Vicky que vio, a pocos metros, como era asesinada por Manuel
Córdoba García, su compañero sentimental. Está sentada frente al
improvisado altar de velas que, con el resto de amigas, ha montado junto
al quiosco donde murió la ucraniana.
«Primero creí que le
estaba dando puñetazos, lo agarré por detrás para apartarlo y entonces vi
el cuchillo», relata. Fueron ella y Marina, otra compañera, las que
intentaron socorrer a la mujer, inutilmente. «Nadie más nos ayudó. Ningún
hombre. Cobardes de mierda». Literalmente, su amiga se les murió entre las
manos, aunque su deceso clínico tardó casi una hora en acontecer, mientras
el SAMUR intentaba desesperadamente salvarla.
«Así no se puede
vivir», musita María, mientras recuerda como intentaba sujetar la cabeza
ensangrentada de Vicky. Algunas amigas intentan consolarla y le
recomiendan que se retire a descansar, pero no consiguen moverla de allí.
Bebe vino en un vaso de plástico y cuando el viento la apaga, vuelve a
encender su vela, un gran cirio blanco con una imagen de la virgen que
ocupa el centro del pobre pero digno homenaje. Parece decidida a quedarse
y defiende el lugar contra los curiosos. «Tu que quieres», le pregunta a
uno que empieza a hacer preguntas. ¿Eres periodista?, ¿la conocías? Pon
una vela y déjate de preguntar, loco».
Más peligrosidad.
El improvisado altar lleva allí desde anteayer. Pasadas las nueve de la
noche del viernes, pocos minutos después de que se hubiese levantado el
cadaver, las compañeras de Vicky ya portaban cirios, comprados en una
tienda cercana. Era la rápida respuesta, quizá la única que les quedaba,
ante el cruento final de una vida que, de algún modo, les recuerda a las
suyas. «Todos estamos a la espera de la muerte. Unos antes y otros
después», filosofa otra de las prostitutas que frecuentan la zona. «Ayer
por la noche estuvimos allí rezando. Por amistad. De buena fe, pero eso ya
se queda ahí hasta la próxima que pase», comenta, mientras hace la calle
junto a varias amigas. Todas recuerdan a la fallecida como una mujer
simpática – «siempre con la sonrisa de oreja a oreja» – , que no se metía
con nadie y era querida por quienes la conocían. «Tomaba mucho, pero era
muy buena».
La mujer que habla, una madre de familia de origen
ecuatoriano, reconoce que el barrio «está muy arañao. La situación ha
empeorado bastante en el último año». Se queja, sin embargo, de la visión
de algunos vecinos sobre el tema. «Salen hablando de la droga cuando
muchos no tienen ni idea de lo que pasó ayer (por anteayer). Nosotras no
hacemos daño a nadie. Somos madres, no tenemos maridos y tenemos que
llevar el dinero a casa y a nuestros países de alguna manera». Su visión,
en cierto modo, es la de una vecina más, a la que le gustaría que todo
fuese mucho mejor. «Este es un barrio tranquilo si nadie se mete con
nadie», dice, «pero muchas veces viene gente provocando a los pobres
negritos que no hacen ningún daño, y entonces, claro, hay problemas».
«Yo no soy racista», tercia una compañera, «pero el problema de inseguridad
lo han traido los marroquís y los gitanos. El otro día tiraron al suelo a
un viejito sólo para robarle unas gafas. ¿Qué hizo la Policía?: Nada».
Habla de la misma policía que cuyos coches patrullaban ayer con
regularidad por la plaza. El ambiente, sin embargo, seguía igual, un
brutal contraste que los hechos hacen más grotesco. A pocos metros de
donde las prostitutas reivindican su derecho a ganarse la vida, una boda
de alto copete sale de la cercana iglesia en todo su esplendor de trajes
de noche y sombreros de lujo. Junto a los cirios. María sigue su
particular velatorio por quien un día la ayudó.
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