White Trash
La 'escoria' que es la gran bala de plata de Trump
Los blancos rurales y pobres de EEUU llevan 400 años siendo ridiculizados y marginados en un país que oculta un sistema de clases que torpedea el ascenso social. Una comunidad que apoyó a Lincoln, fue socorrida por Roosevelt y Johnson ya sólo confía en el presidente
El Mundo, , 03-11-2020Comearcillas (clay-eater), gañán sureño (redneck), pueblerino (hillbilly), mascamazorcas (corncracker), pies de barro (mudsill), palurdo (lubber), basura (rubbish), talón de brea (tar-heel), caravanero retirado (trailer trash), morralla humana (waste people) y, el más popular, white trash, que puede traducirse como «escoria blanca», son los apelativos con los que describen gran parte de los estadounidenses a los habitantes de las zonas rurales y pobres del país.
Esta comunidad es la gran falange de choque, la que no duda de Donald Trump, y busca dinamitar (de nuevo) las casas de apuestas. Conforma la parte más débil económicamente de la pirámide social, junto a negros e hispanos, pero es la única sobre la que no se aplica la corrección política en el lenguaje imperante de medios e instituciones. Es presa continua de desprecio y cachondeo.
Su memoria cultural no levanta cabeza. Basta con ver Los Simpson y encontrarse con Cletus Spuckler, el paleto rural que es tan vago como fecundo, tiene hasta 30 hijos, o bucear por la gran novela de culto del país, así como por su notable versión cinematográfica, que es Matar a un ruiseñor, de Harper Lee. En esta historia el villano es Bob Ewell, prototipo de la escoria blanca descrita, alguien miserable y racista que intenta condenar a un negro inocente por la violación de su hija. Esto es una muestra de la percepción de esta comunidad no sólo en las zonas más desarrolladas sino también en el extranjero. Vemos a unos señores que creen en el creacionismo, semi-analfabetos y amantes de los rifles de asalto y. claro, nos escondamos debajo del sofá. Pero aunque los hay, no dejamos de guiarnos por un estereotipo.
«A los estadounidenses no les gusta hablar de clases sociales, creen que la Revolución Americana acabó con los privilegios. Pero eso es mentira. Hay una aristocracia y una sociedad de clases heredada de Gran Bretaña. En este caso no pertenecían a la nobleza, pero sí conformaron élites poderosas. La independencia vendió que cualquiera podía prosperar con esfuerzo, sin embargo dicho ascenso social se ha demostrado mucho más difícil de lo que se cree», explica por Zoom Nancy Isenberg, profesora de Historia en la Universidad Estatal de Luisiana y autora del monumental ensayo White Trash. Los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses (Ed. Capitán Swing). «Siempre hubo en este país grandísimas diferencias sociales. Hay que tener en cuenta que la gran clase media americana es joven, nacida después de la Segunda Guerra Mundial».
El fenómeno Trump es el último impacto de los white trash en la política nacional. Quizás el más importante tras su apoyo a Abraham Lincoln en la cita electoral que sería prólogo de la Guerra de Secesión.
En 2016 un candidato de discurso macarra y espasmos tuiteros que nada tiene que ver con ellos (no sólo es rico sino que su riqueza es heredada) sedujo a este importante caladero de votos. Jugó con inteligencia el rechazo visceral que generaba Hillary Clinton en la América rural. Ella era vista como fría y arrogante, no sin razón, especialmente cuando tachó a gran parte de los votantes trumpianos de «deplorables».
En realidad, el actual presidente supo sacar rédito a un proceso sin digestión que dura cuatro siglos. La tierra de la libertad ha estado ocultando un segregacionismo clasista que pone en cuarentena el publicitado sueño americano. Por ello, Trump prometió una arcadia feliz a un público que se considera el barro con el que se moldeó el país. Reivindicó para los white trash un pasado glorioso del que nunca formaron parte. Pero coló. Ellos siempre han sido pobres y no han podido, o no les han dejado, escapar de su condición. Encima su estatus no ha mejorado en la última década. Al contrario.
Por primera vez una persona con el sueldo mínimo que trabaja 40 horas semanales no llega a final de mes. «Esta situación es perfecta para un liderazgo como el de Trump porque él tiene el mérito de conectar con ese segmento de población», reconoce Juan Verde, antiguo asesor del presidente Obama.
Isenberg estudia este embarazoso sistema de clases que, afirma, la historia oficial ha ocultado. Según ella, la población marginal blanca llegó como consecuencia de una operación de cirugía clasista de la colonización inglesa: mandar al Nuevo Mundo a aquellos súbditos de la Corona que consideraban inútiles o prescindibles para la metrópoli. El objetivo era que Norteamerica fuera el gran contenedor de «basura social».
Los pioneros reales de la futura superpotencia fueron presidiarios, soldados desertores, prostitutas y críos sin recursos ni educación, procedentes del campesinado y de la hambrienta Irlanda, que trabajaron como criados en condiciones de esclavitud, incluso antes de que llegaran los esclavos de África.
La aparición de los peregrinos puritanos tampoco cambió las cosas a mejor. Estos consideraban a los pobres como parte del estado natural de las cosas. Para purificar un origen basado en la servidumbre, los padres de la Revolución Americana diseñaron una mitología destinada a idealizar el nacimiento de su nación. El génesis de un proyecto nacional tan extraordinario no fue abonado con el sacrificio de pobres gentes sino del Mayflower y Pocahontas, la india que evitó la ejecución de un colono inglés, del Día de Acción de Gracias, tradición iniciada supuestamente cuando una tribu salvó de morir de hambre a los pobladores extranjeros. Todo muy cumbayá. Todo edulcorado.
En realidad los ancestros de los white trash fueron ignorados cuando no humillados nada más desembarcar. «El prestigio social desde los orígenes del país hasta hoy se sustenta en la propiedad. Por eso el voto se concedió a los propietarios», apunta Isenberg. Para los hombres libres estos parias sin tierras eran chusma de piel amarillenta que criaban hijos prematuramente envejecidos, vestía con harapos y además eran vagos. En el desvario antropológico se llegó a pensar a finales del siglo XVIII que además estaban imbuidos por un «carácter nómada» y que emigrarían a Sudamérica. Problema resuelto. Pero como no se marcharon, tuvieron que instalarse en los pantanos y las zonas menos fértiles de la incipiente república. La siguiente esperanza de las clases más privilegiadas era que la Naturaleza fuera la que practicara una eugenesia, un darwinismo social sin misericordia.
Ese tortuoso camino por la historia del joven país muestra muchas contradicicón. A Isenberg le resulta desconcertante que hoy muchos de los descendientes de estos siervos porten enseñas sudistas como símbolo colectivo. En realidad, la bandera confederada que lucen con orgullo en gorras y guanteras del coche sólo les trajo más desgracias. «El gobierno confederado durante la Guerra Civil tuvo mucho miedo de que se pasaran al Norte porque Lincoln prometió tierras y derechos. Ellos fueron utilizados como carne de cañón en un ejército en el que los propietarios sólo servían durante un año ya que se les permitía regresar a casa para defender sus granjas y plantaciones. Los pobres, como en cualquier guerra, fueron los que más sufrieron, tanto que incluso muchos llegaron a rebelarse. En un discurso en Misisipí, al presidente confederado Jefferson Davis le abuchearon y tiraron zapatos».
Pero eso también lo han olvidado las generaciones actuales. Su nostalgia está basada en otra mentira, otra mitología de un Sur justo y fraternal de blancos felices.
Lo cierto es que, a pesar del espectacular crecimiento del país en los últimos 100 años, este grupo no termina de alcanzar los grados de prosperidad lograda por otros colectivos. No sólo viven peor, sino menos. Entre 1999 y 2014 la mortalidad de los blancos sin estudios universitarios creció un 22%.
Seducir al proletario blanco es la misión de los candidatos de los dos partidos en cualquier elección. Dos presidentes sureños como Jimmy Carter (Georgia) y Bill Clinton (Arkansas) llegaron a hacer anuncios pueblerinos para sus campañas. Vestían camisas de cuadros, conducían un tractor o posaban con una mula, cuando en realidad eran unos señoritos de familias bien.
Fuegos de artificio. Nada más.
Además del apoyo gubernamental a las minorías, a las que muchos de ellos ven como competencia dopada, lo que quizás resultó ser el espolón del trumpismo fue el fin de la tierra de oportunidades que premia al que se lo merece. Eso que el filósofo Michael J. Sandel ha denominado «la tiranía del mérito». La América que ha grabado a fuego la recompensa del hombre hecho a sí mismo sigue siendo muy seductora pero ya no es avalada por los hechos. Esto ha generado una enorme frustración en los que tienen menos recursos. Más aún cuando presidentes populares como Bill Clinton y Barack Obama fomentaron un discurso en el que aquellos no son capaces de ascender socialmente y que son unos fracasados.
Según datos de diversas instituciones, denuncia Sandel, la carrera por la movilidad social está trucada. Entre los white trash, con un bajo índice de estudios universitarios, sólo unos elegidos son admitidos en universidades top. La razón es que los grandes centros académicos terminan acogiendo principalmente a los hijos de los ricos y a los de una clase media dispuesta a hacer grandes sacrificios económicos para prepararlos desde pequeños. Son muy pocos los blancos pobres que logran cruzar las puertas de un ascensor social gripado.
La culpabilización de la pobreza es habitual en la política americana. Por eso la indignación generada sólo podría ser explotada por un outsider como Trump, que en sus discursos exime a sus seguidores de cualquier responsabilidad. La culpa siempre es de los otros: la globalización, los chinos o los inmigrantes .
Hasta la llegada del trumpismo sólo ha habido dos presidentes de EEUU, ambos demócratas, que han mostrado empatía por ellos: Franklin D. Roosevelt, precursor del New Deal, y Lyndon Johnson, con su plan contra la pobreza en el Sur. El resto los olvidó. «Con la Gran Depresión uno de cada cuatro ciudadanos perdió el empleo, dice Isenberg. «Por eso ya no se podía acusar a los pobres de su situación».
Otra pregunta interesante para Isenberg es conocer el punto de vista de la comunidad negra, que vivió una esclavitud aún mucho más cruenta que los white trash pioneros y una limitación de derechos civiles hasta hace relativamente poco. Además se ha rebelado con contundencia frente a los últimos abusos policiales contra ella. ¿Importa en el cabreo más la raza o la clase social?
«¡La mayoría de afroamericanos conocen mucho mejor a los white trash que los otros blancos! Han convivido con ellos, compartido barrios, cultura y también pobreza. Pasa igual en la comunidad negra, donde también hay diferencia de clases».
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