Memoria viva de la emigración gallega
Diario Vasco, , 04-10-2020Suele decirse que conocer bien el pasado es el mejor modo de afrontar con éxito el futuro. Pilar Conde Conde nació en La Portela de Airavella, aldea de Allariz (Ourense) en 1917. Por ponerlo en contexto, ese fue el año de la Revolución Rusa, sólo uno antes de finalizar la Primera Guerra Mundial. Mañana lunes 5 de octubre Pilar cumple 103 años. Aunque el número de centenarios ha crecido exponencialmente –al ritmo que aumenta la esperanza de vida– no resulta frecuente encontrar una cabeza tan lúcida a sus años, capaz de recordar hasta el mínimo detalle desde su niñez hasta nuestros días. Sin duda, una voz única para homenajear a todos aquellos emigrantes que hicieron posible el Eibar que hoy conocemos.
Goza de una salud cuasi milagrosa; camina sin bastón y se maneja con autonomía, lee los periódicos y el ‘Pronto’ –que no puede faltar en casa– e incluso todavía cocina en algunos días señalados a petición de la familia. Le gusta ver los informativos en televisión, aunque sus preferidos son ‘Pasapalabra’ y los cotilleos del ‘Sálvame’. Come muy limpio y ligero; no ha probado una gota de alcohol ni un solo cigarrillo.
Pilar vive hoy en Donostia con su hija Sinda, pero ha pasado casi dos tercios de su vida en Eibar, la villa a la que llegó hace más de 70 años, cuando ella rondaba los 30. Quizá su vitalidad tenga que ver con la dura existencia que le tocó en suerte a su generación. Ella es la mayor de los cinco hermanos que sobrevivieron a la elevada mortandad de las primeras décadas del siglo XX. Sus padres, Arturo y Adosinda, tuvieron que dar sepultura a dos parejas de mellizos que fallecieron por diversas enfermedades, al igual que otros tres de sus pequeños.
Los cinco que lograron salir adelante, a los que Pilar cuidó desde muy niña, también han heredado el gen de la longevidad: Digna (101 años), Arturo (fallecido este año a los 97 en Allariz), Manuela (91) y Ramón (89). Digna, la segunda, y Ramón, el pequeño, también trabajaron toda la vida en Eibar. La familia de Digna volvió a Galicia ya hace décadas; Ramón y los suyos continúan afincados en la villa armera.
En contra de lo que pudiera parecer, Pilar vivió razonablemente bien en Galicia. Sus padres no pasaban apuros gracias a una fábrica artesanal de curtidos de la que eran propietarios; además, tenían huertas y animales con los que abastecer la despensa. La difícil posguerra y la mecanización de la industria del cuero acabaron con aquellos días de bonanza. Pilar y su marido, Juan Manuel Domarco, probaron con distintos negocios fallidos hasta que unos familiares les hablaron de un pueblo en el corazón de ‘las Vascongadas’ donde no faltaba el trabajo. «Dejamos a los niños, que eran demasiado pequeños para el viaje, con la abuela Adela –madre de Juan Manuel– y fuimos y volvimos varias veces a investigar, porque no nos decidíamos. En aquel entonces –finales de los 40– se tardaban dos días en llegar a Eibar, con un largo trasbordo en Venta de Baños… Trabajo sí que sobraba: los encargados de las fábricas esperaban en la estación como en una subasta; uno te ofrecía un sueldo y el siguiente lo mejoraba… Lo que nos echaba atrás era que pedían mucho por una vivienda como la que yo quería, grande para que pudiese servir de pensión, y a mí nunca me ha gustado pedir prestado ni deber a nadie», recuerda Pilar.
En una muestra de carácter y valentía, fue ella la que tomó la decisión final: vendieron la mayor parte de su patrimonio –casa, tierras, etc.– y compraron un piso en el número 13 de Legarre Bajo. Como es lógico, tal y como sucede hoy día, los empleos que se ofrecían al recién llegado no eran los más cómodos. Juan Manuel trabajó en los chorros de arena de las fábricas, muy dañinos para los pulmones, antes de repartir vino a domicilio, por supuesto en grandes garrafas y sin ascensor. Más adelante encontraría empleo en Mendiguren y Zarragua, donde le llegó la jubilación.
En cuanto a Pilar, siempre tuvo muy claro que en el Eibar de entonces faltaba hospedaje y cumplió su propósito de admitir pupilos en casa, casi todos ellos llegados de Galicia. Dotada de gran inteligencia natural, ella supo manejar la economía doméstica y todavía hoy administra todas sus cuentas. Gracias a su don de gentes, su ironía fina –siempre predispuesta a la broma– y su buena mano con las tareas del hogar, nunca faltaron candidatos para las habitaciones de la ‘señora Pilar’. De todos ellos se acuerda, nombre por nombre. «Los he tratado como a hijos –se enorgullece– y me han querido como a la madre que les faltaba, eso sí, he trabajado de sol a sol, de lunes a domingo». De hecho, todavía es muy conocida por varias generaciones de eibarreses que saben que ella cuidó de sus padres o abuelos.
No fue un camino fácil en absoluto. Los pupilos, además del marido y los hijos, suponían una enorme carga en el día a día a la que se enfrentaba sin ninguna de las comodidades actuales, ni siquiera una simple lavadora. Por ahorrar, bajaba a diario al mercado desde un quinto sin ascensor. Precisamente allí, en Errebal, fue testigo de un gesto de honestidad que le dejó una huella imborrable: «Llevaba bastante dinero para las compras y, con tanto trasiego, en un descuido perdí la cartera. Madre mía, qué disgusto tan grande… Una casera me dijo que preguntase donde los guardias. Cuando llegué, allí estaba. Alguien la había llevado y no faltaba ni una peseta».
Además de esa lección de civismo, también se le quedó grabada la generosidad de los eibarreses con motivo de un grave derrumbe cuando se estaba construyendo Isasi. Murieron varios trabajadores y «entre ellos estaba el marido de mi amiga Alicia; eran de Meire, la aldea de Juan Manuel, y no se me olvida cómo se portó el pueblo con ella… Se quedó viuda con cuatro hijos, pero nunca les faltó de comer, vestir y estudiar». Profundamente religiosa, también recuerda el impacto de las maravillosas voces del coro de San Andrés en la primera misa mayor de doce a la que acudió: «No había oído nunca algo tan bonito». De raíces familiares muy vinculadas a la Iglesia, la educación de sus descendientes ha sido su otra gran obsesión. En su casa, dentro de la humildad, nunca se ahorraron sacrificios para pagar los mejores colegios: Aldatxe, La Merced, La Salle… «No hay nada más triste que un ignorante», subraya.
Sigue interesada por todo lo que ocurre a su alrededor: los avances científicos, el debate monarquía – república, la sanidad o la inmigración o sobre las gentes que mueren ahogadas en el Mediterráneo, quizá como un reflejo de sus vivencias.
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