EL FIN DE LA SEGREGACION RACIAL / El análisis
La validez del ejemplo sudafricano para el continente
El Mundo, 17-06-2006En Africa, y sin duda también en otras partes, el fin del apartheid se asoció con dos acontecimientos: la liberación de Nelson Mandela, el 11 de febrero de 1990, y las primeras elecciones del mes de abril de 1994, que llevaron al poder, en virtud del principio «un hombre, un voto», al antiguo prisionero de Robben Island.
¿Por qué no dejó la misma huella en los espíritus la abolición de las leyes discriminatorias, el 17 de junio de 1991? ¿Por qué la abolición de la segregación en la vida cotidiana y el fin de las reservas tribales – los bantustanes – pasan por ser menos importantes que la libertad de un hombre, aunque ese hombre fuese Mandela, o que la conquista del poder por la mayoría negra? ¿El desmantelamiento del racismo institucional no había sido, durante medio siglo, el objetivo principal de la lucha antiapartheid?
Las preguntas planteadas llevan ya implícita la respuesta. El combate por la dignidad que encarna Mandela y el reino de la mayoría negra en Sudáfrica se impusieron al desmantelamiento de un sistema. La fascinación ante un hombre providencial y la obsesión por el poder se mostraron más potentes que un acto legislativo, tanto más que dicho acto fue realizado por un Parlamento que no era representativo.
Es algo fácilmente comprensible, sobre todo en el contexto de la época. Pero, 15 años después, ha llegado la hora de sacar las consecuencias de esta contradicción in terminis: el fin legal de un régimen legítimo que se asestó a sí mismo el golpe de gracia.
El apartheid no fue vencido por «el asalto final», ese fantasma que había acechado los espíritus durante décadas: sueño de revancha entre los negros, espectro del Apocalipsis para los blancos. Se produjo un milagro de la política, en ruptura total con lo que se venía haciendo en Africa desde los tiempos de la Guerra Fría.
Un continente que, desde la independencia de muchos de sus países allá por los años 60, había sufrido 79 golpes de Estado, que habían costado el poder – y a menudo la vida – a 82 jefes de Estado. Sólo una vez, antes de la caída del muro de Berlín, un dirigente – el primer ministro de Islas Mauricio, Seewoosagur Ramgoolam – aceptó, en 1982, la alternancia democrática, tras su derrota electoral.
Los años 90 marcaron un punto de inflexión. Desde entonces, a pesar de que fueron derrocados 32 jefes del Ejecutivo, 13 se retiraron en paz y 19 abandonaron el poder tras haber sido derrotados en las urnas. Este cambio, al igual que el que permitió la liberación de Mandela, el fin del apartheid y el acceso al poder del Consejo Nacional Africano (ANC, en sus siglas en inglés) en Sudáfrica, fue el resultado de un dato geopolítico nuevo: la caída del muro de Berlín.
En Africa, se negoció el fin de la rivalidad Este – Oeste, que había reducido al continente a un tablero de ajedrez sembrado de peones de ambos bandos, incluso antes de la caída del telón de acero en Europa.
En el mes de diciembre de 1988, un acuerdo cuatripartito vinculó la retirada de los 50.000 soldados cubanos de Angola al acceso a la independencia de Namibia, entonces ocupada por Sudáfrica.
Fue el comienzo del fin del apartheid y el adiós a las ideologías que habían estado subyacentes al enfrentamiento entre el «bando soviético» y el «mundo libre»: la causa internacionalista de los barbudos cubanos se termina, al igual que el santuario capitalista en la punta meridional de Africa.
«No creemos que una clase se haya jamás suicidado», declaraba el jefe del PC sudafricano, Joe Slovo, en 1985, en la época de la intransigencia. «El socialismo ha fracasado», confesaba el mismo dirigente en 1990.
El enterramiento de las ideologías foráneas fue expeditivo en todo el continente. Sin embargo, el modelo sudafricano fue tan excepcional en su resolución como lo había sido el país del apartheid en su negatividad.
En Ciudad del Cabo, la derogación legal de la segregación, es decir de un crimen contra la Humanidad, liberó no sólo a las antiguas víctimas, sino también a los antiguos opresores. No hubo ni vencedores ni vencidos.
La nueva Sudáfrica acogía tanto a los unos como a los otros en pie de igualdad. «Quería que Sudáfrica viese que amaba incluso a mis enemigos, al tiempo que odiaba el sistema que había hecho nacer nuestro enfrentamiento», dice Nelson Mandela en su autobiografía, titulada Un largo camino hacia la libertad.
Y aunque tendrá que seguir luchando para llegar a la meta, Sudáfrica nunca abandonó este camino. En cambio, en el resto del continente, la idea de que se pueda respetar la institución como guardabarrera contra el desorden y la arbitrariedad, hasta el punto de hacer votar el cambio a un Parlamento que encarnaba la iniquidad, no ha avanzado demasiado.
En todas partes, se sigue intentando «abatir la injusticia», instaurar «transiciones» repetitivas o, incluso, justificar regímenes excepcionales, en vez de aceptar que la democracia se basa en procedimientos.
A la fecha del 17 de junio de 1991 todavía le cuesta hacerse un hueco al lado del héroe que abandona la prisión como un hombre libre y de la triunfal conquista del poder, en las urnas, por parte del ANC.
Stephen Smith es periodista especialista en Africa y autor, entre otras obras, del libro
Negrología
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