La 'insolidaridad' no es un delito
El Diario, , 12-05-2020Escucho hablar de futuro y de nueva normalidad desde un presente distópico en el que ya se perciben las secuelas de esta crisis sanitaria en nuestros derechos, en nuestra salud democrática y en la cesta de la compra.
La COVID – 19 deja secuelas que en breve serán amenazas si no se les presta suficiente atención desde una defensa de los derechos humanos. Esta crisis sanitaria nos deja muchas secuelas. Secuelas emocionales, económicas, también secuelas físicas y sociales. Todas ellas preocupantes, especialmente cuando todavía están por ver las secuelas que dejan en la escena política el insoportable clima de hostilidad que ha creado la derecha descentrada y al que se han entregado en cuerpo y alma sus votantes como si no hubiera un mañana.
En estas diez semanas de estado de alarma hemos normalizado demasiadas cosas que no lo son. Por ejemplo, actuar como si nuestros derechos políticos, civiles, sociales, económicos y culturales estuvieran suspendidos hasta nueva orden. Algo que no ha sucedido en ningún momento por mucho empeño que le pongan algunos políticos a decir que vivimos en una dictadura constitucional (algo materialmente imposible).
Los derechos fundamentales, para quienes no lo sepan, no solo son universales, sino que también son irrenunciables, imprescriptibles, indivisibles e inalienables. Aceptar, sin más, que nuestros derechos se han restringido y seguir la vida como si nada, es sencillamente incompatible. Sin embargo, sí existen limitaciones a nuestra libertad de movimiento y de reunión, pero por una única y exclusiva razón, porque frenar la vida social es la única forma que existe para poder controlar la pandemia.
Sin embargo, esta motivación de auto – regulación de nuestras propias salidas a la calle para preservar nuestra salud y la de los demás ha quedado muy desvirtuada, durante todas las semanas de confinamiento, por dos aspectos. Uno, la aplicación de la Ley Mordaza (ley que debía haber sido ya derogada por el margen de arbitrariedad con que se puede aplicar) y otro, por los mensajes estigmatizantes que se han ido dando desde el Ministerio del Interior en las ruedas de prensa diarias hacia los mal llamados “irresponsables o insolidarios”.
Las secuelas de ambas actuaciones son claras y preocupantes. Por un lado, hemos normalizado la aplicación de una ley que vulnera derechos y que Amnistía Internacional acaba de denunciar que se ha aplicado de forma no proporcional y sin seguir criterios objetivos y claros, incumpliendo con ello la normativa internacional de derechos humanos que compromete a España. Por otro, se ha naturalizado la idea de que sin la actuación de vigilancia y control policial es prácticamente imposible frenar la curva de contagios de la COVID – 19.
De esta forma, y con la correspondiente contribución de la retórica hostil de la derecha, se va abriendo paso en el imaginario social el discurso de irritación hacia los conciudadanos y la necesidad de mano dura frente a la lógica de la corresponsabilidad, cuidados y apoyo, que es la que realmente está sosteniendo la vida en tantos y tantos barrios.
En estas semanas, hemos visto como los niños, las familias, los runners, los jóvenes… se han ido convirtiendo en el nuevo perfil delictivo del que desconfiar y a perseguir en esta nueva normalidad. Así, sin matices ni contexto.
Una dinámica esta de pensamiento y práctica social sumamente peligrosa en estos tiempos en los que todo apunta que en pocas semanas la crisis económica nos irá estrangulando cada día más, las confrontaciones políticas se llevarán al terreno judicial y es más que probable que haya algún repunte de contagios. Todas ellas situaciones de estrés personal y social que buscarán algún chivo expiatorio al que culpar.
Es justo ese el momento en el que corremos el riesgo de que la actual criminalización de la insolidaridad dé pie al surgimiento de un movimiento neohigienista que, en su defensa de la protección de la salud, justifique nuevas políticas prohibicionistas y restrictivas de derechos que afecten especialmente a esos grupos sociales más vulnerables al estigma social: las personas sin hogar, los inmigrantes, las putas, los pobres, los gitanos, las personas lgtbi , la gente racializada… Un riesgo que, en el actual contexto político y social, no nos podemos permitir.
(Puede haber caducado)