La recesión económica probable, en medio de una gran mortandad por la pandemia, compromete la reelección de Donald Trump en noviembre, y el presidente de los Estados Unidos ha entrado en la fase de las decisiones imprevisibles para tratar de detener el peligro de caer derrotado. Una de las medidas ha sido suspender la inmigración. Paralizar durante dos meses la concesión de permisos de residencia permanente, o ‘green cards’, para «proteger al trabajador americano» y ponerlo «primero en la cola» para recuperar el empleo en una eventual recuperación. Los demócratas han acuñado un mote para Trump: «Xenófobo en jefe»; no en vano la denigración de los inmigrantes fue el eje de la campaña electoral de 2016. En 2018, fueron concedidas 1,18 millones de ‘cartas verdes’, 800.000 por razones familiares y 138.000 para dar cobertura a permisos reales de trabajo. Es evidente que, ante la catástrofe económica, la medida es insignificante y sólo tiene sentido para complacer a sus bases más adictas, ante la indignación de las organizaciones de derechos humanos. Las convicciones de Trump son cínicamente flexibles: estas medidas «no afectan a los granjeros» porque gran parte del trabajo agrícola recae en trabajadores indocumentados y explotados.