La Navidad al raso de los 500 'sintecho' de Gipuzkoa

Candi, Fernando y Carlos pasarán las navidades al raso o en un albergue. Como ellos, más de 500 personas viven en la calle en Gipuzkoa y aseguran que «lo peor, además del frío, es la soledad»

Diario Vasco, PATRICIA RODRÍGUEZ, 24-12-2019

Delante de ellos pasan cada día cientos de personas, pero nadie les ve. Para Candi Martínez esta será su primera Navidad a cubierto después de casi cuatro años viviendo en la calle. Espera pasar estas fechas con uno de sus hijos, aunque si al final se tuerce la cosa tendrá que ir al albergue de Donostia, donde acaba de conseguir una plaza, al menos para los próximos tres meses. A Fernando y Carlos les espera otra noche más al raso y su único deseo para el 2020 es «encontrar un trabajo para poder volver a ser personas». No quieren ni oír hablar de las navidades, no significan «nada» para ellos, solo el «día a día». Sienten «vergüenza» de tener que pedir limosna. Pero cuando el hambre aprieta al tercer día, «ay amigo, ¿qué harías tú?».

Su realidad contrasta con la pomposa imagen de villancicos, regalos y polvorones en el centro de las mesas. Como ellos, cerca de 500 personas en Gipuzkoa pasarán las navidades en la calle. En Donostia, superan las 300. Pero si algo genera consenso sobre este colectivo es la falta de datos y la dificultad para cuantificar una realidad escurridiza. «La gente suele imaginarse al ‘sintecho’ con el cartón, pero el concepto de ‘sinhogarismo’ incluye además de las personas que viven en la calle, a aquellas que lo hacen en albergues y centros para gente sin hogar, que habitan en casas hacinadas y ocupadas sin condiciones de salubridad, mujeres maltratadas que deben salir de sus domicilios para huir de sus agresores y personas que viven bajo una amenaza de desahucio», concreta José Mari Larrañaga, de la asociación Arrats.

La historia de la donostiarra Candi Martínez, de 51 años, encaja por desgracia en casi todas estas definiciones. Hace tres años y medio le desahuciaron del piso que compartía con su exmarido y se vio en la calle, de la noche a la mañana. Tiempo antes de recibir la orden de desalojo pasó un año entero sin salir de casa, sumida en una depresión. «Solo bajaba a la calle para comprar alcohol y emborracharme. Y el día que me echaron de mi casa en Hondarribia me entró tanta rabia que destrocé todo. Se me cayó el mundo, me quería suicidar», cuenta.

Hace unos días consiguió una plaza en el albergue de Donostia en el paseo de Mons gracias a la mediación de la asociación Arrats y espera celebrar las navidades con su hijo mayor. Mientras, reza por seguir con vida. «El invierno es muy duro. Hace muchísimo frío. Intentas buscar sitios como cajeros o coches abandonados, pero no duermes. Siempre tienes un ojo abierto y un cuchillo o una navaja para defenderte», explica esta mujer, que ha recibido palizas en varias ocasiones. «Las mujeres en la calle somos más vulnerables, se pasa mucho miedo. Además, ven a una mujer en esa situación y se suelen aprovechar porque se sienten solos y quieren compañía, pero yo no estaba por la labor. Los hombres me han hecho mucho daño. No es no y una hostia ya se han llevado», cuenta esta mujer, tras una tormentosa ruptura sentimental y familiar.

Alcohol y drogas
Cuando le desahuciaron tuvo que deshacerse de la mayoría de sus enseres y recuerdos. «Al principio, el Ayuntamiento de Hondarribia me metió en un hostal y estuvo pagándome 900 euros al mes por una habitación durante casi un año. Después me empecé a juntar con gente de la calle, a beber y a tomar drogas, a liarla… así que me echaron del hostal». Un día, resumiendo mucho, se vio sin nada y en la calle. Se arrimó entonces a otros ‘sintecho’ y aprendió a sobrevivir en el asfalto. «Cogí mi ropa y algo de calzado, de verano e invierno. Mi hijo el mediano me dijo: ‘Ama, yo conozco un sitio donde no te va a molestar nadie y es cubierto’. Era un búnker. Lo vi y pensé, ‘es ideal para mí’. Los de la plataforma Stop Desahucios me dieron colchones y mantas y lo acondicioné como mi casa. Después estuve por Irun, Donostia… pero nunca en el mismo sitio», explica Candi, que reconoce cómo el «caos» siempre ha rondado a su alrededor.

«He buscado cajeros o coches abandonadospara pasar la noche,pero no duermes»
CANDI, DONOSTIA

«En la calle hay gentemala y déspota, perono todos somos así.Yo no molesto a nadie»
FERNANDO, CANARIAS

«Mis padres y abuelos tuvieron un accidentede tráfico y me quedésolo con 22 años»
CARLOS, TARRAGONA

Su media sonrisa es un atajo que conduce al relato de su vida. «Nací en un entorno totalmente desestructurado. Mis padres nos abandonaron a mí y a mis ocho hermanos. Se fueron un día de casa y no volvieron. Yo entonces tenía seis años. Tres de mis hermanos, los chicos, fallecieron. El resto seguimos vivas, por ahora. A mí me internaron en Eskoriatza en el colegio de monjas Nuestra Señora de la Merced. Viví esos años muy feliz, porque nadie me quería en casa. Cuando salí de las monjas volví para cuidar de mis hermanas. Vivíamos en Larratxo y siempre les llevaba de la mano, me plantaba delante del bar donde trabajaba mi madre en Gros y le decía: hasta que no les des de comer no me muevo».

Candi, frente a Jose Mari Larrañaga, rehúsa salir en la foto por miedo a posibles represalias hacia sus hijos.
Candi, frente a Jose Mari Larrañaga, rehúsa salir en la foto por miedo a posibles represalias hacia sus hijos. / USOZ
Rescata esta historia para no olvidarse de la mujer luchadora y reivindicativa que siempre fue, aunque la cabeza le ha jugado muy malas pasadas. «Me he intentado quitar la vida tres veces y me salió muy mal. Me comí todas las pastillas que tenía y por desgracia me desperté al día siguiente». Cuando su cabeza empezaba a centrifugar, acudía a «cualquier cosa; drogas o alcohol» para evadirse, para «no pensar en nada». «Era levantarme y beber hasta acostarme. Los días que comía lo hacía en los albergues o en Cáritas, que también te lavan la ropa y tienes ducha, y si no en el txoko de Hendaia. Hacíamos la ruta del pobre», cuenta sin poder evitar la carcajada. Su psiquiatra le ha diagnosticado una enfermedad mental y tiene miedo de las «subidas y bajadas» que le dan. «Tengo muchos estados de ánimo y en cualquier momento puedo cagarla, me asusta mucho. Espero no volver a caer». Quiere reencontrarse con los suyos y olvidarse de los recuerdos, borrosos, de sus primeras navidades en la calle. «Las pasé sola, con una llorera y una tristeza enorme. Lo que quería era que se acabasen cuanto antes y estar lo más bebida posible para no enterarme de nada».

A Candi le cuesta digerir su propia historia. La calle le ha acarreado un brutal desgaste físico y mental. También suma una diabetes tipo 2 de la que no tenía constancia. «Yo creía que me moría, me mareaba… fui a la farmacia a tomarme la tensión y la tenía por las nubes. Perdí mucho peso. Es muy gracioso cuando el médico te dice que tomes la medicación después de las comidas. ¡Pero si no tengo qué comer! Y después te dice: haz reposo. ¡Reposo! Entonces piensas: si yo te contara…».

Situaciones como esta no son ni de lejos lo más doloroso que tuvo que soportar a la intemperie. Para ella no hay peor sentimiento que la soledad. «Es lo más duro. Estar todo el día sola, de un lado para otro, es una pesadilla. Suelo ir a Tabakalera, al Koldo Mitxelena a ver alguna película para entretenerme, a las bibliotecas… A los que más se les ve son a los que están con una litrona en un parque pero muchísimos estamos por la ciudad, intentando matar el tiempo». Tampoco lo pasó bien el primer día que tuvo que pedir limosna. «Para mí es muy vergonzoso. Yo conozco a gente que tiene casa y tiene que pedir», detalla. Mientras, la gente pasa a su lado huyendo de la imagen incómoda y juzgando a la vez, pero ella avisa que «esto le puede pasar a cualquiera. Yo nunca me había planteado en mi vida verme así y mira. Además mi familia no me quiere ni ver. Tengo una hermana pequeña que vive en la calle también y está muy mal. Anda con gente que no me gusta nada».

Intenta huir de las malas influencias ahora que está reconduciendo su situación. No le gustaría volver a la cárcel. «En el calabozo he pasado muchas noches y al día siguiente ni me acordaba de qué hacía allí. Una vez la lié tanto, según me han contado, porque ni lo recuerdo, que me metí hasta con un ertzaina y me mandaron trabajos a la comunidad, pero no los hice, así que para dentro. Estuve tres meses. Ahí los días sí que son interminables». Ocurrió poco después de perder su casa, sin embargo, relata que lo más doloroso fue tener que separarse de su hijo pequeño, menor. «Hasta que no enderece mi vida no me lo dan. No me quiere ni ver».

Fernando enseña una postal navideña publicitaria que le recuerda a sus hijas
Fernando enseña una postal navideña publicitaria que le recuerda a sus hijas / ARIZMENDI
Candi está convencida de que va a salir «de esta. Lo tengo que conseguir sí o sí». Al 2020 le pide salud y mucha fuerza y «que mi familia esté bien». Cuando cierra los ojos sueña con una casa donde poder invitar a sus hijos a comer. Dice que ellos están «acostumbrados» a verle así, pero ella no deja de esforzarse cada día. «Voy a Sortu a los talleres ocupacionales, también estoy ahorrando de los 667 euros que recibo de la RGI y Arrats me está ayudando a administrarme. Hablo todos los días con mis hijos, menos con el pequeño, y bebo de vez en cuando». La idea de trabajar no encaja en sus planes. «Mi psiquiatra me ha dicho que no estoy capacitada. Y alquilar una habitación es complicado porque al cobrar la RGI no se fían. Pero ahí voy, poco a poco».

Sin trabajo ni familia
Fernando, canario de 51 años, lleva diez años con la mochila y la pena a cuestas, aunque intenta distraerla cantando a Fito por las esquinas. Encofrador de profesión, estuvo casado quince años con una mujer y cuando estalló la crisis en la construcción se quedó sin trabajo y sin familia. «Mi mujer me dijo: se acabó el amor. Y como el piso era de su padre me quedé en la calle. No quería que mis hijas me vieran en esa situación, me daba mucha vergüenza, así que me fui de Canarias», cuenta. Recorrió Huelva, Sevilla, Málaga, Valencia, Castellón, Barcelona, cruzó Francia, volvió y después continuó por los albergues de Asturias, Valencia, Galicia… La lista continúa pero Fernando hace un alto en el relato. «En el albergue de Coruña conocí a una chica prostituta que le habían violado y decidí quedarme con ella. Ella fumaba cocaína y cuando el niño nació se desentendió y yo me vi un mes en el hospital solo con él, en neonatos. El chiquillo, con síndrome de Down, tenía síndrome de abstinencia por las drogas. Después de un tiempo el médico me dijo que había que desconectarlo. Eso me marcó mucho. Llevo las cenizas del crío conmigo».

También le acompañan las fotos de sus dos hijas, que le hacen recordar lo solo que se siente. «Lo peor de la calle es la soledad y las miradas de la gente», asegura. «Y la noche. No duermes. Se te forma un dolor horrible en el costado. Además, la policía te echa de todos lados. De los soportales, de los cajeros, de las marquesinas de autobús… ¿por qué no nos dejan tranquilos si no estamos haciendo mal a nadie? Yo entiendo que si no te comportas y no respetas a los demás te echen. También los hay a los que les ofrecen un bocata y lo tiran a la papelera. Hay gente mala y déspota en la calle pero por ellos no tenemos que pagar todos. Yo no me meto con nadie e intento no molestar», se defiende educado.

Este hombre se indigna con los comentarios que recibe de algunos ciudadanos cuando le plantean si no estaría mejor en la cárcel que a la intemperie, porque «al menos ahí tienes cama y comida». «¡Pero qué mentalidad es esa! Se creen que en la cárcel no hay horarios, ni normas… Yo en la calle tengo mi libertad». Aunque cada día suponga sobrevivir al frío, al hambre y a las palizas. Su cuerpo está cosido a navajazos y no ve de un ojo. «Me mataron el nervio óptico de una patada. También han intentado mearse encima de mí. Soportar todo esto es muy duro y es fácil caer en las drogas o en la bebida, a no ser que encuentres un compañero como he hecho yo». Se refiere a Carlos, catalán de 36 años. Se conocieron en el albergue de Ferrol, donde les pusieron en contacto con «un gitano para venir al País Vasco a realizar la poda de las hojas de la uva. Nos prometió comida y una cama, que era dormir en una furgoneta. Trataban mejor a los perros que a nosotros. Pero nos engañó y nos dejó tirados». Llevan un mes en Donostia y su idea es «aguantar» otros dos meses para conseguir el empadronamiento y encontrar un trabajo «de lo que sea», afirma Carlos, a quien le disgusta hablar de su adolescencia.

Detalle de vales de ducha
Detalle de vales de ducha / ARIZMENDI
«Fue complicada, por las drogas. Me gustaba mucho la cocaína, pero aún así hacía una vida normal, vivía en un entorno estable, estaba estudiando Informática, pero un día empezaron los problemas de verdad. Mis padres y mis abuelos tuvieron un accidente de tráfico y murieron los cuatro. Yo entonces tenía 22 años. Me quedé solo. Conseguí sacarme la carrera y mientras, vivía en casa de mis padres pero mi hermana reclamó la casa y no sé cómo se lo montó que la consiguió y yo me quedé sin nada. Estuve trabajando de camarero, de electricista… y vivía en pisos de alquiler pero el estar y sentirme solo me empezó a agobiar. La cosa fue decayendo y de esto hace ya cuatro años». Se emociona al admitir que ha vivido a veces sin techo pero siempre sin hogar. Su único deseo es hacer lo que se le da bien: «trabajar. Yo no soy de robar».

«En el albergue solo puedes estar tres días»
A Fernando y a Carlos les gusta ir aseados, perfumados y bien vestidos, una rutina que cuesta conseguir a diario si vives en la calle. Y no es porque no hayan agotado todos los recursos posibles. «En el albergue solo puedes estar tres días y hasta dentro de tres meses no vuelves a tener plaza, si es que hay sitio. Si el mes tiene 30, ¿cómo te las apañas el resto del tiempo?», lamenta Fernando, que reclama soluciones a las instituciones. «¿Sabes lo que hacen en muchos albergues? Te entregan un billete de autobús para que te largues de ahí». Su cartera está llena de ellos.

En Donostia acuden a las duchas de la Zurriola con unos tickets que facilita el ayuntamiento. También al Aterpe de Cáritas, pero el servicio es «cada dos o tres días». Para comer se las apañan «pidiendo a la gente y en los comercios, porque con el cartón no da». En alguna ocasión han rebuscado en la basura, «encima te multan con 60 euros». «Al final conseguimos como mucho unos diez euros al día. Hemos descubierto una lata de siete albóndigas con salsa por 1,25 euros y las ponemos en una barra de pan y así ya tenemos para comer y cenar. También solemos pedir en los bares y también hay días que no comemos». Pasan el rato paseando por la ciudad, yendo a charlas «de lo que sea y a museos con entrada gratis». Intentan estar distraídos y levantarse cada día para no acabar «con la cabeza ida».

En la mochila llevan una muda, una sábana, una manta para poner encima del cartón y los productos de aseo. Y «a esperar al día siguiente».

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