Metamorfosis
«En aquel tiempo no había otra azúcar que la de caña. Y como se consideraba que en todo el universo mundo los únicos aptos para hacer ese laboreo de forma gratuita eran los africanos, los intermediarios comenzaron a comprar esclavos en grandísimo número».
Diario Vasco, 29-05-2006Esta metamorfosis lleva primero de lo dulce a lo amargo, porque la afición al azúcar que se extendió por Europa en los siglos XVII y XVIII, agudizó la necesidad de mano de obra esclava en los zonas de los Trópicos americanos entonces bajo dominio de las naciones navegantes, comerciales e industriosas de la Europa de entonces: Francia y España, Inglaterra, Portugal y Holanda.
En aquel tiempo no había otra azúcar que la de caña. Y como se consideraba que en todo el universo mundo los únicos aptos para hacer ese laboreo de forma gratuita eran los africanos, y la adquisición de éstos era facilitada grandemente por sus propios reyezuelos, los intermediarios comenzaron a comprar esclavos en grandísimo número.
Era un trato muy ventajoso para ambas partes. Los negreros ofrecían espejitos, cuentas de colores y bonetes colorados. En ocasiones añadían a la oferta canacas de barro llenas de aguardiente peleón y cuchillos baratos con mango de palo y hoja quebradiza. Todos ellos productos considerados de gran valor añadido según los principios del comercio injusto de la época.
Los reyezuelos les daban a cambio hombres y mujeres, entre más fuertes y jóvenes, mejor, para que, en la medida de lo posible, pudieran aguantar las penalidades del viaje a los lejanos puertos de destino.
Vino a resultar así que los cañaverales de las Antillas, lo mismo que los trapiches y más tarde los grandes ingenios azucareros y las destilerías de ron, se poblaron de negros que, reducidos a la condición de esclavos, desempeñaban sencillos y duros trabajos para los cuales, aún así, no estaban preparados; pero que terminaban aprendiendo de pe a pa por la infalible pedagogía del látigo.
Pronto comenzó a dibujarse entre los mismos negros un principio de jerarquía. Nadie puede vivir en el caos. Los mandingas tenían redaños para desempeñar el cargo de capataces de los otros negros, sólo por debajo del contramaestre o nostramo, que era blanco o ladino. Entre los yorubas había brujos y ensalmadores que pronto aprendieron a manejar a la negrada entreteniéndolos con sus supersticiones y agüeros, sacándoles las lombrices con semillas de sandía y sanándoles las purgaciones con emplastos de tuya ensalivada. Los del Sudán, aprendían con rapidez ciertos oficios y sabían organizarse en un plis – plas para bailar, saltar, cantar y hacer la pelota a los amos.
En la sociedad de los blancos y blanquinosos, cada uno hacía también su papel. Los intelectuales deistas y filantrópicos no cesaban de hacer el encomio del Buen Salvaje mientras, por si acaso, no vaya a ser todo mentira, mantenían a los negros en su esclavitud. Los frailes bautizaban a los esclavos y los adoctrinaban viendo en ellos almas que debían ganar la Gloria. Los hombres de empresa los explotaban a fondo, al parecer haciendo el prodigio de sacar el unto de donde no lo había, pues consideraban a los negros gandules por naturaleza. Las grandes damas escogían a los más feos, bembudos y dóciles para que, estando a su lado como pajes, contribuyeran a realzar, por contraste, su belleza delicada. Los amos escogían a las chicas más vistosas y entendidas para los trabajos de casa y para lo demás que se ofreciera. De esta forma el azúcar, que para unos era un dulce lujo alimenticio – que por entonces comenzaba a extenderse entre las clases bajas – se metamorfoseó en una existencia amarga para otros.
La presencia de mano de obra esclava era como la presencia visible de la Serpiente en medio de aquellos paisajes que, desde que fueron conocidos, fueron considerados dignos del Paraíso. Primero las Antillas inglesas y francesas, y tras de ellas, corriendito todo lo que podían, las Antillas españolas, se convirtieron en lo que siguen siendo hoy en día: una prolongación del África en el continente americano. Un África insular y dispersa que, a partir del azúcar, alimentaba un comercio en triángulo sólo vigilado por el ojo ciclópeo del antiguo y reconocido Dios Mercado.
La primera carrera de esta ruta comercial iba del África a las Antillas. Poetizando, que algo queda, se decía que los barcos transportaban «cargamentos de ébano». También España llegó a cobrar la Alcabala del Viento para mantener la armada de Barlovento.
De las Antillas, rumbo a Europa, los barcos llevaban azúcar, melaza y ron. Y para rellenar el avío, cueros y carne en bucán, tasajo ahumado y seco que elaboraban, cómo no, los bucaneros.
Desde Europa, retorno al África, con cargamento de baratijas para el rescate de esclavos y grilletes para sujetarles los pies y las manos. Estos grilletes, que, por ser forjados en la zona de los cántabros llamaban «bilbos» los ingleses.
Entonces fueron brotando en los archipiélagos, como hijas turbias de la tristeza y de la añoranza de oscuras deidades, las flores negras del vudú, la macumba y la santería. La conga y el calipso terminaron por imponer su síncopa de tan – tanes en los atardeceres malva. Y fue naciendo entre sobresaltos, sangre, sudor y humanidad violada una raza desigual, ardiente y fea, provocadora y tenaz, bailona y sufridora, atractiva y repelente, resignada y violenta, hecha de melaza y caimito, leche y café, catinga y aroma de coco y de hastío. Una humanidad mezclada y turbulenta que se expresa en español o inglés, en holandés o en «créole», en «papiamento», en francés o en «pichinglis».
Hoy los antillanos salen de sus islas imposibles y bellas y toman rumbo hacia los Estados Unidos, como los africanos escapan de sus países – meras propuestas cartográficas – , hacia el gigantesco espejismo de la Unión Europea.
En los Estados Unidos, antillanos de habla inglesa contribuyen a la grandeza imparable de la Unión Americana con hombres de poder como el Gral. Colin Powell, y con mujeres de tronío como Noemí Campbell, morgana de bemba reventona, ojos de cervatillo y andares de yegua ganadora.
¿Y en Inglaterra? Con el carnaval de Nothinghill, sin saberlo ni proponérselo, los antillanos mulatos provenientes de las islas inglesas, los nietos de los antiguos esclavos, van recuperando para los anglos la jovial condición que hizo a su tierra merecedora del nombre de Alegre Inglaterra ¿Merry England! Saludemos de buena gana a la metamorfosis si bien mutó lo dulce del azúcar en lo amargo de la esclavitud, supo transformar la tristeza del cautiverio en la alegre sonrisa de la Esperanza.
Escribo esto mirando hacia atrás sin ira y a la vista de la invasión de pateras que arroja a las costas canarias una multitud amorfa procedente del África. Dicha invasión, en contraste con la cháchara eufórica de quienes gobiernan, entrega cientos de cadáveres a la voracidad de los peces del banco sahariano. Quizá, la carne de algunos de aquellos náufragos, transmutada en materia de chicharro o de merluza, esté contribuyendo a la obesidad o al sobrepeso de los europeos bien alimentados. Impensada, impía, forzada, ignorada comunión con la humanidad que sufre.
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