¡Perdónanos, señor!

Las Provincias, 28-05-2006

Las revueltas de hace unos meses por parte de la juventud marginada francesa, deleitándose con el resplandor de la quema nocturna de coches y sus lumínicas explosiones, parece que ha encontrado respuesta en la solución Sarkozy contra la inmigración.


Pero con ella no se pretende otra cosa que difuminar, o enmascarar y emborronar, la verdadera injusta estrategia que ha venido siguiendo Francia, en donde su política respecto al inmigrante no ha tenido otra intención que aprovecharse de la necesidad ajena y seguir explotando sus recursos. Materiales en la época colonial e intelectuales en la época de la desigualdad de los países.


Pero esta acentuación de la ley en donde explícitamente se reconoce el derecho a la explotación intelectual –¡que vengan sólo los buenos, los realmente formados y a ser posible con título universitario!– no exime a ningún país, y menos a Francia, de seguir practicando la explotación material de siempre, ni mucho menos supone la renuncia a la superprotección de la producción propia, que sigue siendo la clave de la desigualdad mundial, de forma que se siga imposibilitando artificialmente cualquier intento de competencia mercantil libre por parte de los países en desarrollo.


Pero la generosidad de la hospitalidad internacional francesa ya nos es perfectamente conocida, hasta el punto en que cualquier estadounidense de mediana edad o baja cultura sabe perfectamente que Picasso o Dalí fueron pintores franceses, pero ya desde la época en que Fraga se bañaba con su casto meiba en aguas de Palomares para demostrar que las bombas americanas mataban limpiamente.


Porque el modelo americano es otra cuestión: menos intelectual, más directo. Su máximo representante, el presidente Bush, con su filosofía de “cowboy” consistente en no saber filosofía ni tener educación, sigue propugnando algo mucho más burdo. Por ello abordará el problema de los inmigrantes mexicanos de manera más decidida y directa. A base de perseguidores espontáneos a la caza del inmigrante –que parece que ya no está de moda la caza de negros–, y reforzados por el despliegue sin igual de militares que vigilen las fronteras.


Y si es necesario, se construye un muro de los kilómetros que haga falta, a base de fino y resbaladizo cemento, y de altura suficiente… no vaya a suceder como con los alambradas de juguete de Melilla. Y si hay que electrificarlo se electrifica. Y cuando los intrusos se hagan insoportables para el bienestar americano, se los declara enemigos y se los encierra en Guantánamo, que ya parece que está asumido por la sumisa comunidad internacional, o en la ignominiosa prisión de torturas de Abú Ghraib, a la que hasta sus promotores la califican hoy como una “equivocación”, en vez de denominarla como un “delito internacional” por el que debieran ser procesados.


Por supuesto cualquiera de las soluciones que puedan surgir de EE. UU. se basará en la superprotección propia y explotación de todo el que se descuide, o en llevar la producción a los explotados países de origen, y en no parar mientes en fomentar la aparición de enemigos como Cuba, Venezuela, Colombia… Siempre dirigiendo el orden jurídico internacional en su exclusivo propio beneficio, sin que se le vea el mínimo gesto a favor de los pobres más explotados.


Ante esos dos modelos me quedo con el utópico intento de la vicepresidenta del Gobierno y del ministro de Asuntos Exteriores por convencernos de que semejante problema sólo se puede abordar con absoluto respeto a la dignidad de las personas y la generosa implicación de los ciudadanos y de toda Europa, con ayudas directas a los países implicados, y una posible revisión del orden económico internacional.


Pero no crean que me fío mucho de la respuesta de los gobiernos, o de los mismos ciudadanos, mientras sigamos tan ufanos y satisfechos dedicando las patrulleras que debieran socorrer a los náufragos del estrecho, a proteger los jueguecitos de la élite de la desigualdad mundial que se mira mutuamente el ombligo tras cada etapa de su Copa de América, y casi nos exige a los demás que nos interesemos por ellos y nos maravillemos de sus inaguantables proezas náuticas, que sólo las televisiones estatales se sienten obligadas a ofrecer. Como si, después de obligarnos a inversiones sin cuento en su honor y gloria, quisieran también obligarnos a una fingida admiración, a la que quizás la alcaldesa se sienta obligada, pero no yo.


Ante este injusto darle la vuelta al orden racional de valores siempre nos quedará el recurso espiritual de que en el ofertorio de la próxima visita del Papa, pongamos en las manos de Dios a aquellos que estén pereciendo en ese momento en el siempre reducido cayuco, en su lucha contra la sed, el hambre y las olas. Y a los que no perezcan en ese católico momento y salgan triunfantes en su lucha por la existencia, cuando consigan llegar a nuestras costas, ya los pondremos nosotros de nuevo en las manos de la desesperación y la miseria de sus países.

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