Velocistas del ladrillo

La Vanguardia, 28-05-2006

En las películas del Far – West nunca faltan los chinos que trabajan en la construcción del ferrocarril. En esas cintas siempre se ve a los blancos y a los indios muy ocupados pegando tiros mientras los peones llegados de Oriente hacen su trabajo silenciosamente y van colocando kilómetros de vía como si nada. Son eficaces, no se emborrachan, forman un grupo compacto y son vistos con recelo por los negros, los irlandeses, los polacos y todos los demás inmigrantes que llegan hasta la frontera salvaje. Ha pasado más de un siglo desde los tiempos de la conquista del Oeste americano y Catalunya no está precisamente cerca de las Rocosas pero nuestros trabajadores chinos de la construcción se parecen mucho a sus antepasados emigrados a Estados Unidos para poner los raíles que unieron la costa del Atlántico y la del Pacífico.
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Hoyy aquí, los peones chinos construyen pisos, casas, locales comerciales y naves industriales con más rapidez que nadie. El albañil chino es un velocista del ladrillo que actúa contrarreloj y parece funcionar con baterías inagotables. Está ahí arriba, en el andamio, sin apenas descansar, concentrado en la pared que está levantando y dejando que el tiempo sea algo que no pasa ni deja de pasar, simplemente no existe. Así las cosas, las horas extras y los fines de semana son como el resto de la jornada, pura eternidad del instante convertida en ahorro para traerse a la familia.
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Disciplina, diligencia y discreción son las tres d que definen las virtudes del peón chino así como algunas habilidades especiales muy apreciadas en determinadas construcciones. Si les observamos un buen rato, veremos unas figuras casi inmóviles, pues no necesitan hacer grandes gestos ni movimientos bruscos para desarrollar bien lo que se les encarga. Toda su rapidez va por dentro. Los peones chinos, a diferencia de los trabajadores de otras nacionalidades, no exploran la zona donde trabajan, no entran en los bares, no se separan de la cuadrilla, no prestan mucha atención a lo que les rodea. Salvo alguno que hace la función de traductor, la mayoría no entiende ni catalán ni castellano, lo cual agudiza su aislamiento. Cocinan su almuerzo en la misma obra y hacen escasas pausas hasta que les recogen, por la tarde, en la misma furgoneta que les ha trasladado a primera hora de la mañana. Pueden haber pasado diez horas o más poniendo ladrillos con un ritmo y un ánimo digno de los robots más sofisticados.
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Además de su altísima productividad, los que les contratan aprecian mucho su celo y su incapacidad milenaria para la queja y el escaqueo, aunque a veces tendrían motivo. No faltan los desaprensivos – a veces es un intermediario – que les engañan, les estafan y les colocan fuera de toda protección. Les mueven constantemente en función de las necesidades y las urgencias. A menudo se trata de obras con mucho retraso que hay que entregar sin más demora. Entonces, los peones chinos devienen una suerte de bomberos del boom constructor, la salvación mágica, los comandos que superan la barrera del sonido como si huyeran volando de un ataque. En verdad huyen de la falta de oportunidades y de la miseria.
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Han llegado de muy lejos, de un país gigantesco y emergente, de las profundidades de un Oriente siempre bastante incomprensible para nosotros. Ya no se limitan a ofrecernos rollitos primavera, ahora levantan nuestras viviendas a la velocidad de la luz. Algún día, no muy lejano, éstas también serán sus casas.
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