Ultraderecha y desigualdad
El Correo, 28-05-2006Hay planes para presentar un proyecto electoral de la ultraderecha reconstituida en España. Al menos tres de los partidos ya inscritos, aunque electoralmente irrelevantes en el panorama político español, están proyectando presentar una candidatura unificada en la próxima convocatoria local y autonómica. El propósito inicial sería pulsar el grado de soporte popular, su potencial de persuasión del votante medio, para posteriormente lanzarse a la aventura de las Cortes Generales, a escala nacional. A menudo he pensado que los dos requisitos para que en España avanzara la ultraderecha política al ritmo que lo está haciendo en países de nuestro entorno eran necesidad de encontrar un líder que llegara emocionalmente a la población y concentrarse en torno a unas siglas que aunaran el mosaico de herederos del fascismo franquista. De momento, están intentando articular la unidad y, tal vez, buscando un liderazgo.
Las extremas derechas son bastante mal comprendidas por la politología al uso. Es un planteamiento generalizado asumir que el avance igualitario de la democracia detraería las derivas totalitarias. Sin embargo, el hecho de que movimientos fascistas estén emergiendo en sociedades con un supuesto considerable avance en la implantación de la igualdad, como Holanda o Dinamarca, cuestiona de algún modo la interiorización de esa pretendida equidad democrática. Realmente ha sido la inmigración, y su rechazo, lo que más está actuando de detonante en el desarrollo de partidos neofascistas en la Europa del bienestar. Si el ideal de igualdad se hubiera alcanzado y asimilado por la ciudadanía en estos países sobre la base de los derechos humanos, el visceral repudio a la inmigración no registraría las cotas que son fácilmente observables en la actualidad. Lo que ocurre es que se ha construido una suerte de igualdad de superficie sustanciada en una extendida sensación de bienestar. Es el bienestar alcanzado lo que nos agrupa a los iguales, y quienes están fuera del sistema (extranjeros, marginados u otros) son menos iguales. Es decir, la igualdad es válida para quienes consideramos como nosotros, pero comienza a serlo menos para quienes no se ajustan a nuestros parámetros de identificación interindividual. La mayoría de los inmigrantes no son percibidos como iguales por las sociedades igualitarias, seamos honestos, sino como extranjeros que son bienvenidos en tanto resuelvan algunas de nuestras necesidades y, si lo hacen, les otorgaremos un estatus de ciudadano que estará basado en una igualdad concedida, pero no sentida.
Cuando la ciudadanía percibe amenazado su bienestar, ya sea en términos de competencia laboral, ya en cuestiones de seguridad, la igualdad ficticia u otorgada trazada a partir de ese bienestar compartido comienza a cuestionarse. Realmente no es una igualdad sentida, nacida de convicciones, sino instrumental y concebida a partir de logros alcanzados en común. De ese modo, un igualitario ciudadano danés o una ciudadana belga o francesa, incluso siendo inmigrantes de segunda o tercera generación, entienden que quienes están recién llegados no tienen sus derechos, no deben ser ciudadanos en las mismas condiciones hasta que hayan superado toda una serie de tiempos y de pruebas.
Las ultraderechas están recogiendo, paciente y taimadamente, los descontentos emocionales de segmentos de población que nunca han sentido en plano de igualdad, aunque hayan creído compartir idearios democráticos en la superficie. No pierdan de vista que las ideologías fascistas de la ultraderecha tienen uno de sus anclajes, precisamente, en la premisa de que existen desigualdades esenciales entre humanos, desigualdades que hay que mantener y promover.
En los países de la Unión Europea en donde la extrema derecha está avanzando, el ultranacionalismo y la xenofobia son los rasgos distintivos de un mensaje que engarza con las frustraciones emocionales de una parte de la población votante. En esa masa crítica que podría otorgar su confianza en las urnas a formaciones fascistas, distinguimos un triple y abominable colorido de desigualdad. Una mínima porción, la más racista, está compuesta por jóvenes de familias tradicionalistas y adineradas que siempre han considerado que existe una clase dirigente en las sociedades, por cuna o posición económica, cuyos privilegios (desigualdad) debe defenderse. Otra porción estaría compuesta por inmigrantes de segunda generación con derecho a voto que se sienten amenazados por la afluencia de nuevos extranjeros que les disputan el bienestar, la estabilidad económica (racismo económico). La tríada se cierra con los ciudadanos de clase media que han perdido la confianza en los políticos que les gobiernan y en los partidos que les sustentan, y que contemplan cómo una serie de beneficios sociales (bienestar) que han conquistado apretándose el cinturón cada mes tienen que ser compartidos con una afluencia, muy visible, de población inmigrante. Este segmento, el más nutrido cuantitativamente, es el objetivo de los nuevos partidos de ultraderecha, el nicho ecológico en donde se van a lanzar a la pesca de votantes.
Es descorazonador contemplar lo frágiles que son los principios democráticos cuando entran en colisión con la percepción de inestabilidad económica, de amenaza al bienestar. Y lo peor del problema es que no es necesario que la percepción responda a una realidad objetivable concreta. La percepción de amenaza puede construirse, articularse a través de un discurso. Ese discurso es pensamiento, pensamiento que se asocia a emociones de descontento y frustración y que precede a la acción, acción de discriminación, de exclusión de quien viene de fuera. El discurso de ultraderecha cocina todos esos ingredientes para servir un producto emocional. No es gratuito que colectivos ultras tengan presencia en otro producto emocional de nuestra cultura, el fútbol.
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