Opinión
De inmigrantes, muros y concertinas
La Voz de Galicia, , 27-08-2019Esto no es un artículo sobre inmigrantes. Son solo algunas anotaciones apresuradas, recogidas este fin de semana, para trabar e ilustrar un ensayo que probablemente nunca escribiré.
El sábado asistí en Monterroso a la presentación de Fuxir de Proxeria, novela distópica del economista Blanco Desar. El gobierno gerontocrático de Proxeria ha levantado una valla, no sé si con cuchillas o no, para impedir la fuga del puñado de jóvenes que aún subsisten en ese no tan imaginario país. Muro para impedir las salidas, no las entradas.
El lunes leo el artículo del amigo Barreiro Rivas en La Voz: «La Galicia envejecida, sin dramatismos». Nos refresca la memoria: cuando nos sobraba población, «fuimos a repoblar la meseta y América». Y le quita dramatismo a la sangría demográfica: Proxeria no existirá porque, cuando se necesite, la gente «vendrá por oleadas». Su tesis subyacente está clara: solo la inmigración evitará la extinción del país. Pero Barreiro, quizá para mantener el discurso políticamente correcto, no habla de muros. Ni de la Gran Contradicción: los necesitamos y los aborrecemos. Queremos que nos cuiden y paguen nuestras pensiones, pero blindamos las fronteras para que no pasen.
El mismo lunes se anuncia que el Gobierno comenzará a retirar las concertinas que coronan las vallas de Ceuta y Melilla. Alambradas con cuchillas que, según propia confesión, hicieron llorar al papa Francisco, incapaz de que le entrase en su cabeza y corazón «tanta crueldad». El Papa debe estar mal informado, porque yo recuerdo dos testimonios de peso que hablan de la bondad de tales artilugios. El del ministro Fernández Díaz, quien sostenía que las concertinas (las cuchillas, no el instrumento musical) constituían una medida disuasoria «no agresiva», solo causaban heridas «leves y superficiales» a quienes intentaban sobrepasarlas y que mayor gravedad revestía caerse desde lo alto de una valla. Y, sobre todo, el de Clemente Cabero, gerente de Kwazulu, tierra de los zulús en Sudáfrica, una de las empresas que las fabrica. Este personaje, autoridad en la materia, señaló en su día que el efecto que producen es «similar a un picotazo». De hecho, confesó, en 1999 se reía a carrillo batiente al observar que «venían cabras de Marruecos y pasaban [las alambradas] sin rasguños». Claro, concluía, «es que muchos animales son mucho más inteligentes y menos agresivos que muchas personas».
Lo cierto es que, cuando me disponía a alabar la decisión humanitaria del Gobierno (aprobada en enero, si mal no recuerdo), se me congeló el aplauso al tropezar con la explicación del ministro Marlaska. Las concertinas serán desmanteladas, dijo, porque ya no son «un elemento especialmente disuasorio» en los saltos de la valla. Serán sustituidas por un muro, diez metros de alto y 32,7 millones de coste, infranqueable incluso por las cabras de Marruecos. Recurro de nuevo a las palabras del Papa: «Los constructores de muros, ya sean de hojas cortadas con cuchillos o de ladrillos, se convertirán en prisioneros de los muros que construyen». Amén.
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