El gran reto de la democracia

La Voz de Galicia, 26-05-2006

NO EXISTE hoy un solo país desarrollado, si exceptuamos Japón, en el que el problema de la emigración no se haya convertido en una cuestión política de primer orden.

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En España, la rápida transformación de un país de emigrantes en una sociedad de inmigración, la grosera utilización que determinadas fuerzas políticas hacen del hecho migratorio y la inexistencia de una política europea en la materia, son hechos que confieren al problema dimensiones impensables muy poco tiempo atrás.

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Debido al excepcional salto económico producido en los últimos años, España se ha convertido muy rápidamente – demasiado, quizá – en un país de inmigración. El padrón municipal de habitantes registraba en el 2003 cerca de 2.700.000 extranjeros – frente a los 500.000 del padrón de 1996 – , de los cuales, pese a los sucesivos procesos de regularización, casi un millón estaban en situación irregular. Sólo la regularización realizada en el 2005 ha permitido salir de la ilegalidad a cerca de 700.000 personas.

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El problema radica, sin embargo, en que la presión migratoria no va a ceder, y España está en las puertas del continente más pobre y desheredado del planeta. El Mediterráneo es una zona de ruptura donde se concentran todas las contradicciones entre los países ricos y pobres, o, como prefieren decir aquellos que combinan la habilidad semántica y el tacto diplomático, entre el Norte y el Sur. España está obligada a integrar a las poblaciones inmigrantes presentes en su territorio, y al mismo tiempo debe hacer frente en sus fronteras a una situación muy delicada debido al enorme número de aspirantes a entrar en el país. Pero no podrá gestionar sola esta compleja situación, y el Gobierno, con razón, no está dispuesto a convertir a España en el gendarme de Europa ante las puertas de África. Así pues, la UE está obligada no sólo a poner los medios para afrontar los períodos más agudos de la crisis, sino, y sobre todo, a cambiar su estrategia sobre los flujos migratorios y su relación con los países de origen de la inmigración, única forma de atajar el problema en su raíz.

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Tampoco la derecha española parece dispuesta a facilitar las cosas. En vez de colaborar con el fin de articular una respuesta racional y democrática al fenómeno migratorio, el PP se dedica a alimentar una peligrosa corriente de pensamiento, o lo que así se denomina, que deplora profundamente la inmigración y se manifiesta contra su continuada permanencia en el país.

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Establecer una odiosa equivalencia entre inmigración y delincuencia, como hizo hace dos días el inefable Acebes, sólo puede estimular las conductas racistas y xenófobas. Pero el PP no está dispuesto a cambiar su discurso. Al contrario, cree haber encontrado en esta cuestión un filón electoral inagotable, un arma infalible para derrotar a la izquierda, y no prescindirá de ella. Así las cosas, debemos tomar conciencia de que dar respuesta a los múltiples problemas que genera la inmigración – y a las causas que la producen – se ha convertido en el principal reto al que se enfrentan nuestras democracias.

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