Opinión

La crisis migratoria

Diario Vasco, Carlos Larrinaga, 23-08-2019

Mientras buena parte de España se encuentra disfrutando de las vacaciones estivales, estos días nuestras conciencias se ven constantemente interpeladas por las terribles imágenes provenientes del Mediterráneo central, donde los barcos de las ONGs intentan llevar a puerto seguro a cientos de inmigrantes que aspiran a una vida mejor. Estamos ante la enésima crisis migratoria a la que se enfrentan las autoridades comunitarias desde hace años, sin que se haya arbitrado una auténtica política común que satisfaga los intereses de todos sus miembros. La falta de consenso nos enfrenta a la dificultad de encontrar una solución compartida. Entre tanto, las medidas parecen ser sólo parciales y cortoplacistas. Mientras, por un lado, una Unión Europea envejecida necesita aporte demográfico extra; por otro, no encuentra la manera adecuada para regular estos flujos. Y es aquí, precisamente, en esta búsqueda de equilibrios, donde reside el quid de la cuestión.

Es verdad que la migración existe desde siempre, es decir, desde la aparición de la especie humana y que la cuenca mediterránea ha sido correa de transmisión de bienes, ideas y personas a lo largo de la historia. Pero eso no quiere decir que el Mare Nostrum del que hablaban los romanos no fuera también un lugar peligroso y escenario de algunas de las luchas más encarnizadas de la Antigüedad. Hititas, hicsos, egipcios, fenicios, persas, griegos, cartagineses o romanos pelearon por su supremacía, hasta que fueron estos últimos quienes impusieron su poder en ambas márgenes del Mediterráneo. Esa ‘Pax romana’ inaugurada en tiempos de Augusto fue la que permitió hacer de este mar la vía de comunicación por excelencia durante aproximadamente dos centurias, hasta que el Imperio Romano empezó a mostrar signos de debilidad frente a los enemigos exteriores. Su fragmentación primero y su desmoronamiento después hicieron que poco a poco ese Mare Nostrum empezara a desdibujarse para convertirse, nuevamente, en un espacio poco seguro. La expansión del Islam por el Próximo Oriente y el norte de África complicó el statu quo, inaugurándose una etapa de fuerte contraste entre las orillas septentrional y meridional. La caída de Constantinopla en 1453 y la implantación del Imperio turco no hicieron sino empeorar las cosas. La batalla de Lepanto de 1571 es una de las muchas pruebas de cómo el mar Mediterráneo, en vez de unir, servía para separar. Situación que se prolongó a lo largo del siglo XIX, con la entrada en acción de las grandes potencias en dicho espacio (Reino Unido, Francia y Rusia), y que alcanzó su culmen en las dos guerras mundiales del XX. Lo que quiere decir que, en el largo plazo, sólo en contados periodos el Mediterráneo ha sido esa especie de «gran lago» que querían ver los romanos.

Por consiguiente, no comparto ciertas opiniones que se están vertiendo estos días sobre el significado del Mare Nostrum. Es una visión muy desenfocada, que no atiende a la realidad histórica. Y que no tiene en cuenta otros elementos de análisis, como el panorama político-económico en el que se encuentra África actualmente. El proceso de descolonización puesto en marcha tras 1945 trajo ciertas esperanzas a dicho continente, de suerte que en los cincuenta y los sesenta logró un crecimiento del PIB relativamente importante, menor que el de los países europeos, pero que hacía albergar una moderada confianza. Lamentablemente, tras la crisis de los setenta, el escenario empezó a torcerse en muchos de estos estados jóvenes. A la cuestión económica se sumaron la falta de estructuras estatales sólidas, el tribalismo, la corrupción y, cuando no, las guerras civiles. Que Occidente ha tenido su cuota de responsabilidad en todo ello, seguro, pero no en exclusiva. Claro que ha habido empresas y gobiernos occidentales que han procurado aprovecharse de los recursos de estas naciones, pero me niego a creer que toda la incumbencia de los males que azotan al continente africano es de ellos. Tras décadas de independencia, hay que pensar asimismo en el papel desempeñado por las élites locales.

A los problemas mencionados se ha sumado en este siglo XXI el terrorismo yihadista, que está asolando extensos territorios de África y que constituye un nuevo actor hasta ahora inexistente. Es un elemento añadido de desestabilización que se une a otros protagonizados por los estados occidentes, como fue el ataque a Trípoli en 2011. La persecución y muerte de Gadafi sólo ha servido para hacer de Libia un estado fallido, dividido en dos y en constante conflicto bélico. Una magnífica base de operaciones para las mafias que trafican con esos seres humanos desesperados que luego deben ser rescatados en pleno Mediterráneo. La inestabilidad del norte de África ha contribuido a agravar el drama migratorio, sin que se piensen en medidas viables que contribuyan a que la gente pueda vivir en sus respectivos países. La respuesta no estriba en vaciar el continente, sino en darle una oportunidad.

Y eso pasa por acelerar las inversiones extranjeras (¿sería tan descabellado hablar de una especie Plan Marshall para África?), articular mecanismos justos de reparto de la riqueza, reforzar las estructuras políticas de acuerdo con los principios de ciudadanía y poner coto al terrorismo.

No se trata de ir destrozando naciones como ha sido el santo y seña de Estados Unidos en Oriente Próximo y norte de África en los últimos lustros (Irak o Libia, por ejemplo), sino de todo lo contrario. Para lograr este auténtico objetivo del milenio sería necesario un convenio internacional amplio auspiciado por un liderazgo fuerte y respetado. Algo de lo que carecemos en estos momentos. Trump no es el líder que necesitamos, Merkel está de retirada, Macron no termina de emerger y Xi y Putin generan enormes recelos. ¿Quién nos queda? Lamentablemente, nadie.

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