REPORTAJE

Los oasis de Arizona (I)

El Periodico, 25-05-2006

La mujer fue interceptada el lunes pasado por la Patrulla Fronteriza en Sells, un pueblo dentro de las tierras de los indios Tohono O’odham, en Arizona. Fue trasladada a Nogales, por donde han pasado la mayoría de los 350.000 indocumentados detenidos desde octubre en el sector de Tucson. Estaba a punto de ser deportada a México cuando hizo una confesión: atrás, en el desierto, había dejado a su hijo muerto. Tenía 3 años.
El pequeño pronto aparecerá en las bases de datos que llevan la contabilidad del drama de esta franja de la línea divisoria entre México y Estados Unidos, donde mueren más inmigrantes que en todo el resto de la frontera. Son listados de horror como los que mantienen la Coalición de Derechos Humanos de Arizona y el Arizona Daily Star, en los que aparecen hombres y mujeres, niños de 12 años y ancianos de 72. De algunos se saben sus nombres, sus orígenes; de algunos, también, las causas de la muerte. Pero predominan los no identificados, aquellos “nadies” de Eduardo Galeano: “Que no son seres humanos sino recursos humanos. Que no tienen cara sino brazos. Que no tienen nombre sino número. Que no figuran en la Historia Universal sino en la crónica roja de la prensa local”.

Perspectiva moral
Mientras en Washington, en los despachos estatales y locales y en las patrullas de las fuerzas de la ley, se hacen y aplican políticas para lidiar con los movimientos migratorios, se promueve alzar o reforzar muros y se aprueba la militarización de la frontera, algunos de los testigos directos de la tragedia intentan evitar que esa crónica roja siga recogiendo récords en el desierto. ¿Sus armas? Agua, comida, asistencia médica y una perspectiva moral, no legal.
“Nadie debería mirar hacia otro lado cuando están muriendo seres humanos. Los guardias de la frontera o los vigilantes solo tienen razones legales y económicas. Para ellos, quienes cruzan son ilegales y, por tanto, criminales. Para mí, son personas”.
Quien habla es Mike Wilson, un indio de 56 años de los Tohono O’odham, “el pueblo del desierto”. Es sábado y, como cada semana, a las seis de la mañana, ha empezado, en una furgoneta cargada con casi 700 litros de agua, el recorrido de una ruta humanitaria que él mismo ha trazado en cinco años y por la que ya ha pagado un precio.
Pese a la oposición y la resistencia de su tribu – – cuyos jefes presionaron al Consejo de la Iglesia presbiteriana y lograron que fuera expulsado como pastor – – , Wilson mantiene cinco estaciones de agua en estas desérticas tierras. En la primera, alinea un centenar de garrafones que los inmigrantes cambian por botellas rellenadas en insalubres abrevaderos. En las otras cuatro – – colocadas en las rutas de ganado que a menudo siguen los inmigrantes y bautizadas según los cuatro evangelistas – – hay dos bidones que religiosamente rellena y purifica cada sábado.
“La primera impresión cuando veo que nadie ha confiscado el agua o vaciado los bidones es de felicidad. Hay veces en que la policía o los rancheros lo hacen y, a veces, un coche ha pisoteado las garrafas o alguien las ha rajado con una brutalidad que asusta – – explica – – Luego, si compruebo que los inmigrantes las han usado, doy gracias a Dios. Si miras en un mapa dónde se producen más muertes, compruebas que muchas son a kilómetros de la frontera y por deshidratación. Si beben, tienen más posibilidades de resistir”.
Ese agua casi bendita en un desierto donde a las diez de la mañana se superan los 33 grados, sin embargo, es sospechosa para muchos inmigrantes. Tras una parada en la estación de San Juan, Wilson se acerca hasta un camión donde unos mexicanos venden queso fresco, refrescos y alcohol. Wilson conoce al comerciante porque es quién le vendía la bebida a su padre alcohólico. Pero algunos de los más jóvenes que están allí no le reconocen, y le miran con desconfianza.
“Yo no digo que sea él, pero las botellas tienen microchips. Las coges y 200 o 300 metros después aparece la migra y detiene a todo el mundo. Es preferible seguir sin beber”, explica un hombre de bigote y ojos verdes que defiende, conoce y explica el trabajo y el precio de los guías en este paso. “Si los inmigrantes pagan 2.000 dólares, les llevas en coche hasta Phoenix. Si te dan 800, hacen el camino andando”.
Wilson – – veterano del Ejército y asesor militar en El Salvador a finales de los años 80 – – se ríe de la idea de los microchips. Pero reconoce preocupado que es posible que, saltándose un acuerdo verbal, la patrulla fronteriza esté vigilando las estaciones de agua; las suyas o las decenas que mantiene Fronteras Compasivas.
Es una relación complicada la de los voluntarios con la ley. El verano pasado, dos jóvenes del grupo No Más Muertes fueron detenidos por llevar en su coche hacia el hospital a unos inmigrantes. Sus recursos fueron rechazados y su juicio empezará el 3 de octubre. “Las autoridades han tomado una posición muy fuerte”, explica Margot Cowan, abogada y activista de No Más Muertes.

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