CUADERNO DEL DOMINGO

La ruta de la miseria

El Periodico, 21-05-2006

No sabe qué es más difícil, atravesar media África y cruzar el mar para llegar a Europa o ser camerunés de pura cepa y llamarse Rodríguez. La madre de Rodríguez eligió ese nombre en homenaje a un empresario español involucrado en la construcción del hotel Cristal en Duala (Camerún) hace 26 años. El padre trabajó de peón en la obra y trabó amistad con el constructor. El niño recibió juguetes españoles, creció oyendo hablar de las riquezas europeas y pronto amasó la idea de emigrar. El 10 enero del 2003, junto con tres amigos, inició una ruta que aún no le ha llevado a ninguna parte. Con 23 años, cruzó Nigeria, Benin, Togo, Burkina Faso y Mali. Pasó los 24 con los pulmones encharcados en un hospital de Maghania (Argelia). Y celebró su 25° cumpleaños comiendo ratas en el monte Gurugú (Marruecos), cerca de Melilla.
Ahora tiene 26 y su vida no ha mejorado nada, pero no se rinde. En los últimos meses, ha sido deportado por España, Marruecos y Argelia. Burlar la valla de Ceuta y Melilla ya no es viable, y el dinero que guardaba para las mafias de las pateras se lo birló la mafia policial. No tiene más salida que desandar lo andado y volver a casa cabizbajo o enrolarse en un cayuco hacia Canarias. Emigrar o morir. De sus tres amigos, sólo uno llegó a España. Los otros están muertos. Uno en Bamako (Mali). Otro, en Tinzauatin (Argelia).
El cementerio de inmigrantes de Tinzauatin es un rosario de piedras desnudas que se derraman cuidadosamente sobre la frontera con Mali. Las piedras están dispuestas en círculos, y bajo cada uno de ellos yace un ser humano. Un sin papeles en terminología occidental. Un mártir, según los misioneros. Un africano, resumen los árabes. Un aventurero, prefieren decir los subsaharianos. En la aventura de vivir o morir, hallarse en Tinzauatin es el fin del viaje. A unos 300 kilómetros al sur de aquel lugar, en medio de la nada, apareció por primera vez Rodríguez. Tenía el rostro rebozado en arena blanca, los ojos amarillos y un chándal rojo hecho jirones.
Las pateras y cayucos son el final de un largo camino que deja sobre la tierra muchos más cadáveres que los que engulle el mar. “El Sáhara oculta una silenciosa y silenciada fosa común”, dice Amsel Mahwera, negro de Zambia y misionero de los Padres Blancos. “Mucha gente perece en su peregrinar hacia el mundo rico. Son muertos sin tumba, ni una triste piedra encima. Bastan tres días para que la arena oculte un cuerpo. Quizás haya millones. Cadáveres invisibles que no representan problema político alguno”.
Tinzauatin no es un buen lugar para estar, tan lejos de casa como de la costa española. Es la puerta falsa de la deportación, donde no se admiten ni periodistas ni observadores internacionales. Quizá por eso ni aparece en los mapas. La mayoría de los subsaharianos entran en Argelia por el paso de El Jalil, 400 kilómetros al oeste, y salen por Tinzauatin. Muchos de los inmigrantes atrapados allí, como lo estuvo hasta hace nada Rodríguez, fueron deportados brutalmente tras los asaltos a las vallas de Ceuta y Melilla, el pasado septiembre. Rodríguez viajó en un camión sin comida ni agua durante tres días, aplastado contra sus compañeros y con una nigeriana embarazada entre el pasaje. Todavía se oyen gritos secos en medio de la noche. Dos veces a la semana se siguen descargando allí camiones sin que nadie lo sepa ni a nadie le importe.
La mayoría provienen del campo de refugiados de Maghania (Argelia), en la frontera con Ujda (Marruecos), donde quedan 30.000 hombres vivos y dicen que más de 10.000 muertos. Pero están por todas partes, trabajando en lo que sea en la región de Adrar, ocultos en las rocas de Tamanrasset, hacinados en pensiones de Argel, atravesando a pie los 80 kilómetros de escarpada cordillera que separa Argelia de Libia…
La policía argelina ha montado su negocio a costa de los inmigrantes. No sólo les roban a la fuerza – – a Ro –
dríguez le quitaron 600 euros y 700 dirhams – – , sino también con engaños. Abandonan a grupos en el desierto e informan a los chóferes del lugar exacto. Los chóferes, la mayoría tuaregs, odian a las fuerzas opresoras del norte, pero a fin de sobrevivir a la crisis turística derivada de los recientes años sangrientos, cargan inmigrantes en sus todoterrenos y cobran por entregarlos de nuevo a sus verdugos. Lo primero que se aprende sobre el terreno es que las peores mafias de África llevan uniforme y tienen licencia gubernamental, incluso para matar. Un holocausto, si pasara en Europa. Pero el genocidio de la miseria sólo conmueve cuando los cadáveres flotan cerca de las playas urbanizables.
Abdulaye, un chófer de Tamanrasset que ayuda a cruzar la frontera argelina a inmigrantes subsaharianos, está harto de ver cuerpos en descomposición en las vastas zonas deshabitadas de Mali y Níger, desplomados por el hambre o la enfermedad o caídos desde los camiones. “No puedes hacer nada por ellos. Si los cargas en el coche, tendrás problemas en la frontera”, dice Abdulaye. Si no están vivos, no sirven para nada. “Bueno, es frecuente que los inmigrantes se coman a sus compañeros muertos para sobrevivir en el desierto”, asegura Karim, un tuareg de Agadez (Níger) que conoce el negocio de la inmigración porque sus amigos se dedican a transportar seres humanos.
Mejor conoce Rodríguez ese negocio. Él lo llama “el negocio de salir del hueco”. El suburbio de Duala donde creció era un infierno. “Venía del colegio y mi madre no tenía nada para comer. Yo me aplicaba en los estudios, vivía la educación como la promesa de un mundo mejor. Pero esa es una idea perversa que nos inculcaron los franceses. La educación, si no vine acompañada de opciones de futuro, es una trampa. Si no sabes qué es la miseria, y eso solo lo sabes cuando conoces la riqueza, la sufres mucho menos. Cuando te das cuenta de lo miserable que es tu vida, lo que quieres es salir del hueco. Entonces, en virtud de no sé qué leyes, viene alguien y te dice que para ti ese mundo está vedado, que te resignes y te quedes en el hueco”.

Cocinero hambriento
A Rodríguez le persigue la miseria, pero no la resignación. Licenciado en Hostelería y especializado en repostería, está convencido de que algún día trabajará en la cocina occidental, incluso ahora que lleva tres días sin comer y no se ha bañado ni cambiado de ropa desde que fuera apresado en el monte Gurugú, seis meses atrás. Su cuerpo testimonia las torturas recibidas y lleva la malaria incrustada en los ojos.
El camión en el que viaja lleva días atascado en una duna. Rodríguez se dirige a Gao (Mali), 1.000 kilómetros al sur a través del implacable desierto. Le costó tres años llegar a Melilla, pero volver será mucho más rápido. Los dos minutos que tardó en ser expulsado ilegalmente por la puerta falsa de la valla, práctica habitual de la Guardia Civil, los tres meses de vejaciones en Marruecos y Argelia, el mes que pasó tirado en Tinzauatin y las tres semanas que aún invertirá en llegar a Bamako. De Mali para abajo, las fronteras están abiertas. Quien no tiene nada, nada tiene que proteger. Lo duro está en el norte, donde ya no quieren ser africanos y reciben dinero europeo para salvaguardar la puerta del club de los ricos.
“Lo único que tiene un hombre pobre es tiempo – – reflexiona Rodríguez – – . Yo voy a invertir ese tiempo en mejorar la vida de mi madre, mi esposa y mi hija. No hay vuelta atrás. Quizá cuando llegue a Bamako coja un autobús y vuelva a casa para ver a la familia y recuperar fuerzas y dinero. Pero no me entretendré. Ahora ya sé cómo se entra en España. Con 1.200 euros entraré en patera o en cayuco. Por la valla está muy difícil. Mi amigo Ayomo lo consiguió y ahora está en Barcelona. Para mí es un triunfador, como Samuel Etoo. A mí me cogieron dos veces cuando intentaba bordear la verja por el mar. En Camerún sólo hay dos caminos: sobrevivir o morir. En Europa hay muchos caminos y encontraré el mío”.
El tiempo, la paciencia, es casi el único aliado de la inmigración africana. Ahora que el mundo rico extrema sus medidas de protección contra los pobres – – esta misma semana se ha endurecido la ley de extranjería de Francia, España ha anunciado la colocación de radares y patrulleras en Canarias y el Senado de Estados Unidos ha dado luz verde para la construcción de un muro de 595 kilómetros en la frontera con México – – algún ingenuo podría pensar que los días de la inmigración están contados. Los subsaharianos se ríen.
“El hambre es una fuerza mayor que cualquier ejército. Toda África está pie y nadie podrá frenarnos. Europa cree que sólo es cuestión de parar a unos miles de desesperados, pero los aventureros que suben son millones”, dice Abderramán, de 19 años. Abderramán Lamin nació en Costa de Marfil, pero a los 15 años, tras perder a su padre en la guerra y a su madre por la malaria, cruzó a pie la frontera y se instaló en Gao (Mali), paso obligado de todas las rutas de la inmigración subsahariana. Trabaja 14 horas al día en un garaje a cambio de techo y comida. No hay nadie en aquella ciudad que no quiera irse. Pero se lo toman con calma. Los que tienen suerte de cobrar algo lo ahorran para seguir subiendo. El sueldo medio en Gao es de medio euro al día.
A diferencia de Rodríguez, que ya sabe cómo las gastan los de allí arriba, los inmigrantes de subida enarbolan un optimismo inquebrantable. En el mugriento gueto donde esperan y se organizan los aventureros, el risueño carpintero de Ghana Imanuel Evans sorprende mostrando un catálogo de Ikea, entre cuyas páginas guarda fotos de sus propios trabajos: “Hermanos, pronto estaré en Estados Unidos con Will Smith. No quiero ser rico, quiero ser yo. Por eso mi padre bendijo mi viaje. Iré a Argelia, cruzaré a Libia, embarcaré en Trípoli y volaré a Nueva York. Será fácil”.
Los aventureros de Gao se reúnen en lugares como el restaurante Bon Prix (Buen Precio) o el bar senegalés L’Amitie (La Amistad). Allí hablan de la euforia de los que suben y la determinación de seguir intentándolo de los que bajan, de las nuevas rutas, de los precios y de los peligros. Las historias que cuenta Rodríguez causan estupor, pero no disuaden a nadie. Cada día, de madrugada, quienes hayan reunido el dinero para pagar el pasaje se citan en una explanada junto al caótico y colorista mercado de Gao. “Esta gente no son mafiosos, son transportistas. Da igual que seas negro, turista u oveja. Puedes subirte a un coche o a un camión por 30 euros”, dice Muna Sawa, electricista de Burkina Faso.

Un negocio en crisis
El reforzamiento de las vallas de Ceuta y Melilla, la vigilancia en el Estrecho y el incremento de la violencia desplegada por la fuerzas de seguridad marroquís y argelinas parecen haber mermado el negocio de salir del hueco. “Antes partían desde Gao hacia el norte no menos de 20 camionetas al día, cada una con 25 inmigrantes, y no se sabe cuántos camiones cargados hasta arriba. Ahora sólo salen cinco o seis coches”, lamenta Ibrahim, un chófer que se gana la vida con eso y no por ello es un mafioso. Pero no hay crisis, sino cambio de destino.
Ahora la mayoría de los camiones viajan hacia Tombuctú, buscando la frontera con Mauritania. Desde allí, el objetivo es llegar a Zuerat, bajo el muro minado del Sáhara Occidental. Las destartaladas líneas férreas Zuerat – Nuadibú y Bamako – Dakar registran estos días una inusitada actividad, porque es el método más fácil, rápido y barato de acercarse a los puntos de salida de los cayucos hacia Canarias. “La cosa funciona así. Cuando una puerta se cierra, se busca otra. Y después, otra. Pueden poner los parches que quieran, pero o los ricos acaban con la miseria de África o nos colaremos por sus tejados”, ilustra Rodríguez.
En la concurrida misión de Gao, el padre Mahwera se persigna bajo un gran ventilador. “Nuestro objetivo aquí – – explica – – es convencer a la gente de que no emigre, para que no se juegue la vida, porque no merece la pena. Si los jóvenes mejor preparados se van, África nunca progresará. La emigración es una tragedia. Sólo aquí han muerto al menos 500 aventureros en las últimas semanas”. Rodríguez fue bautizado el 11 de agosto de 1979, tres días después de nacer. Aún es creyente y está convencido de que su fe le mantiene vivo. Pero no comparte la ideas conformistas de los misioneros. Dice que un día habló con Dios y le explicó que eso de la resignación cristiana no iba con él. Al día siguiente, emprendió su ruta.
Si el tiempo es el gran el aliado, la movilidad es la gran estrategia de los aventureros. George Sunday, el nigeriano de 23 años que saltó a las páginas de los periódicos en octubre del 2005 por salvar a 20 compañeros abandonados tras el muro minado que construyó Marruecos para frenar al Frente Polisario, no para de moverse. Siempre lleva el móvil a mano, el mismo con el que llamó a la ONU para ser rescatado de una muerte segura, y su correo electrónico (georgemovement@yahoo.com) es el mensajero de su filosofía. El 18 de enero, dos meses después de ser rescatado por los saharauis, envió este mensaje: “No podía seguir quieto, aunque el Polisario nos trató bien. Me colé en un camión que me dejó en la frontera del Sáhara con Mauritania. Allí me cogieron y y me deportaron a Senegal. Ahora estoy en Dakar, algo confundido, la verdad”.

Prostitutas para Italia
Rodríguez y George son varones, y eso es una gran ventaja en África. La mayoría de las mujeres no encuentran más camino que la prostitución. La nigeriana Jennifer fue la única chica del Club Bagi, un sórdido local de Gao que nutre los burdeles de Europa, que no fue seleccionada en la última remesa de prostitutas que partió para Italia. “Ojalá algún día vengan los grandes hombres y me elijan. Aquí nadie tiene dinero y al final estás vendiendo tu cuerpo por un par de copas”, dice Jennifer mientras apura una Flag, la cerveza nacional. Su sueño es Milán.
“Mi cuerpo – – prosigue Jennifer – – es el único bien que tengo. Los hombres trafican, emigran o roban. A las mujeres sólo nos queda trabajar, sufrir la ablación y cuidar a los hijos. ¿No es eso prostituirse? En África, si sólo te dedicas a trabajar, morirás pobre. Yo soy peluquera, me encantaría abrir una peluquería en Milán. Mi hermana ya está allí y dice que es un sitio fantástico”. Los únicos clientes con posibles que visitan los burdeles de Mali son los argelinos adinerados que huyen de la represión religiosa y política y sacian su sed de alcohol y sexo en Gao, Kidal y Agadez, puntos de concentración de todos los delitos imaginables, que allí son vistos como una forma de supervivencia.
Después de su primer baño en seis meses, Rodríguez se siente libre y feliz. Parece otro. Ha conseguido ropa nueva y casi una cara nueva. Todavía sigue en Gao, buscando un transporte para llegar a Bamako. Pero allí, en ese inhóspito territorio donde confluyen todas rutas de la inmigración y la trata de blancas y se bifurcan las del contrabando de tabaco y gasolina y las del tráfico de armas y drogas, vuelve a sentirse libre. “Preso me he sentido cuando veía las luces de Melilla y no podía entrar. La valla eran los barrotes de mi prisión. Pasé mucho hambre y frío en el Gurugú. Me sobró aquel invierno. Me deportaron muchas veces a Maghania, donde vive la gente más racista del mundo, y allí pasé seis meses en un hospital con los pulmones encharcados. El médico era un santo. En todas partes hay gente buena”.

Levantar la cabeza
Su mujer, Stephanie, de 24 años, y su hija Michelle, de 4, no saben nada de todos los padecimientos que ha soportado Rodríguez durante los últimos tres años. Y si por fin se decide a regresar a casa para reponer fuerzas, su familia lo verá aparecer con unos tejanos nuevos, el cabello limpio y la sonrisa intacta. La palabra fracaso no aparece en el diccionario de los aventureros. “Hay que levantar la cabeza siempre y mirar al cielo. Dios proveerá”. Una noche llamó a su madre y le dijo: “Te quiero, todo va bien. Ten un poco de paciencia. Estoy en el camino”.
Aminata Touré, de 58 años, la gran impulsora del Fondo Mundial Social que tuvo lugar a primeros de año en Bamako, ha vivido en Mali la independencia, el socialismo pervertido, la dictadura, el partido único, la corrupción, el amago de democracia y las medidas de ajuste estructural, pero sigue pensando que el gran mal de su país, uno de los más pobres del mundo, es la dependencia de la metrópoli, Francia y Europa. Cree que el único camino para evitar la fuga de jóvenes es que los africanos dejen de mirar al norte y que el pueblo africano se “reapropie” cuanto antes de su destino.
Su análisis no tiene desperdicio. “La gente se va – – dice – – porque le han metido en la cabeza el consumismo y se siente más miserable. Esa es la misma razón por la que los demagogos reclutan tan fácilmente milicias entre una juventud sin perspectivas. El mundo rico nos roba, luego nos da unas migajas y a eso le llama cooperación. Occidente mira al resto del mundo en términos de tener o no tener. Nos ven y dicen: ‘¡Oh, cómo se puede ser tan pobre!’. Hasta gente bienintencionada como Bono y Bob Geldof son instrumentos del sistema. No queremos que nadie piense por nosotros. Los valores de Occidente se basan en el consumo y suponen que esa es la mejor vida conocida. Este es el ideario que aplican para juzgar a los demás. Pero olvidan que África es la cuna del hombre y que antes de que De Gaulle pintara las fronteras de nuestro continente con un bolígrafo, vivíamos bien”.
“Cada día me acuesto sobre una tierra rica y me levanto pobre”, dice Abdul Karim, un buscavidas de Agadez (Níger). Si Mali es muy pobre, Níger está peor. El 60% de la población de Agadez está formada por aventureros, gente de paso. Desde Agadez se puede enlazar la ruta hacia Gao, y de allí a Tinzauatin, Bamako y Tombuctú, pero también hay coches rápidos y camiones cargados de inmigrantes que suben directamente hacia el Norte, bordean las riquísimas y expoliadas minas de uranio de Arlit y acaban al otro lado del paso argelino de In Gezam.
Karim dice que el negocio allí también flojea, aunque la estación de autobuses, donde hay agencias de viajes hacia todos los destinos, registra una gran animación. Koruroma, un joven de Guinea Conakry, no sabe bien hacia dónde ir. “Ya no tengo dinero, porque todos los policías de Níger te piden a cambio de no detenerte, cuando no te lo quitan directamente. Tengo miedo de elegir el rumbo equivocado, porque no puedo fallar. ¿Voy a Argelia, a Melilla, a Libia, a Mauritania? Ahora parece que el sitio es Nuadibú, pero quizá cuando llegue la cosa ya esté mal”.

El camión de Ayuba
Cae la noche de camino a Arlit. Los aventureros que viajan en el camión de Ayuba están asando un cordero que le han regalado al jefe. Ayuba ha pasado 50 años de su vida vendiendo comestibles en una tienda de Menaka, en la frontera de Mali y Níger. Ahora, por fin, ha podido comprar un camión, su sueño. No hay más que verlo mordisquear cada trozo de carne antes de lanzárselo a los que viajan con él para darse cuenta de que ese hombre es feliz.
¿Es Ayuba un mafioso, un traficante de seres humanos porque sube gente a su camión y los acerca a la frontera? “No – – tercia Yundu, un profesor de Chad – – . La idea que Europa tiene de los mafiosos está relacionada con las bandas del Este y la Camorra. Ayuba es un hombre. Viajamos con él, nos cobra lo justo y no nos engaña con el destino. Cuando leo cosas acerca de la obsesión de Occidente por acabar con las mafias de la inmigración, no sé si se refieren a esto. Pero yo no emigro porque una mafia me haya captado. Yo emigro porque mi familia tiene hambre, y ese hambre lo provocan las grandes mafias gubernamentales de Occidente. Ahora se ha descubierto petróleo en Mali, Níger y Mauritania. ¿Alguien cree que eso beneficiará a la población? Como mucho, vendrán soldados estadounidenses a decir que traen la democracia, cosa que, por desgracia, ya está ocurriendo”.
La música anticolonialista de Tiken Jah Fakoli, un cantante de reggae de Costa de Marfil, suena en el desvencijado radiocasete del camión. “Mi país va mal, va mal, muy mal”, canta el incendiario rastafari africano, refugiado en Mali porque en su tierra hay quien quiere verlo muerto. En cada ciudad, en cada aldea, en cada pozo, los niños corren hacia el coche al ver hombres blancos al grito de “¡patrón, patrón!”. Es la huella visible de Europa en África.
A la hora del enésimo té, un tuareg acomodado, licenciado en arquitectura en Argel y natural de Adrar (Argelia), cuenta una historia que deja perplejos a los aventureros. “De pequeño, tuve un profesor francés que me enseñó mucho. Era como mi hermano mayor. Pasaron los años, él se fue a Francia y un día yo viajé a París. Lo llamé desde mi hotel y lo primero que me dijo fue: ‘No tengo sitio para que te quedes a dormir’. Esa es la gran diferencia entre África y Occidente. En África, la hospitalidad se regala”. Los inmigrantes guardan silencio y reflexionan, pero con cara de no entender nada. ¿Cómo puede un ser humano negarle techo o comida a otro?
En el puesto fronterizo de In Gezam, los policías argelinos despliegan toda su soberbia con los negros. Ellos son más blancos y tienen más petróleo. Es la misma historia que en Tinzauatin, sólo que aquí no se ve el cementerio y eso aún es más inquietante. Los traficantes de gasolina hacen cola en los surtidores y la policía persigue a todo aquel que no quiera comprarles a ellos el combustible. Junto con la inmigración, es su otro gran negocio. En la comisaría hacen cola los trabajadores que vienen de Níger. Da igual tener o no papeles. Un negro es un negro. Y los agentes los miran con las piernas abiertas, las botas caldadas hasta las rodillas y la mano en la porra.
¿Dónde estará Rodríguez? La última vez que se le vio en Gao se partía de risa pronunciando en perfecto acento árabe o español los insultos recurrentes que había recibido durante su calvario. “¡Venga, moreno cabrón!”. Esa es la frase que atribuye a la Guardia Civil. Quizá Rodríguez y George estén juntos en este momento, buscando un cayuco o lo que sea. Ambos han recorrido media África, han sido deportados, esposados y humillados, pero la determinación de un hombre pobre no se aniquila fácilmente. No son emigrantes, ni mártires, ni aventureros. Son los héroes del siglo XXI y no mucha gente quiere admitirlo. Por eso reciben palos y no medallas.

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