"Nos pagan nuestro trabajo con un cayuco"

Laye Ndoye, uno de los senegaleses llegados esta semana a Tenerife, relata cómo y por qué decidió emprender la huida hacia Europa

El País, 21-05-2006

“Lo peor en la barca no es el hambre o la sed, sino estar siempre en la misma postura”
“Somos pescadores expertos y estamos acostumbrados a dormir en el cayuco”

Laye Ndoye (25 años), Lamine Cisse (30 años), Cristian Sagna (27 años), Jhiama Dieye (18 años)… Uno tras otro se fueron bajando de los cayucos en el puerto de Los Cristianos (Arona, sur de Tenerife). La lista se prolonga hasta 732, que son los inmigrantes procedentes de Senegal que llegaron a Canarias entre el jueves y el viernes pasado colapsando todas las posibilidades de alojamiento de las islas y todos los trámites administrativos necesarios para su movimiento. Hasta ayer eran 3.453 los subsaharianos retenidos en el archipiélago.


EL PAÍS ha tenido acceso a uno de sus testimonios tras su llegada. Esta es la historia de Laye Ndoye y de por qué y cómo hizo ese viaje: la travesía de su vida.


“Hasta hace unos días vivía en Yarakh, una población pesquera de unos 150.000 habitantes cercana a la capital de Senegal, Dakar. Allí se vende y se compra el mejor pescado. El mercado de nuestra bahía es famoso en todo el país. Es un lugar con una importante actividad económica que ha atraído a gente de otras muchas regiones de Senegal”, contaba y explicaba que su padre, Bou, también se dedicó siempre a la pesca y su abuelo y sus hermanos… Todos, después de estudiar más o menos (en su caso, tiene estudios intermedios) son o han sido pescadores o hijos de pescadores. Aunque Laye ya ha hecho de todo: mecánico, ayudante de carpintero, venta ambulante…


“Somos más de una decena de familias y lo cierto es que, en mi país, mi apellido, Ndoye, se asocia con la pesca. De hecho, pertenecemos a una tribu llamada Lébou, pescadores que emigraron a la península de Senegal hace 400 años. Pero la de ahora es otra historia”.


La historia de Laye, una historia sin futuro y casi sin pasado. Una vida en la que esos dos tiempos se solapan casi continuamente con el presente. “Pese a tener una actividad pesquera importante, no hemos prosperado casi nada. Mi vida no ha cambiado prácticamente. Desde que nací convivo con una familia numerosa en una vivienda humilde. Entre todos reunimos lo suficiente para no pasar hambre y tener lo justo y necesario para vivir, para seguir viviendo siempre igual: malviviendo al día. Esto está parado”.


Porque el tiempo se detuvo hace tiempo para muchos en Senegal, para demasiados. Y los días, las semanas, los meses y los años se parecen demasiado. Dicen sentirse encerrados, como en un mundo con relojes sin agujas, como enterrados en vida.


“Y un día, harto de ver cómo en otros sitios se vive de otra manera, con comodidades y con todo tipo de cosas que también, de vez en cuando, pasean por aquí los turistas y los empresarios extranjeros, dices ’¡basta!, quiero salir”.


Y entonces esa idea se convierte en una especie de obsesión furiosa: salir. Trabajan para salir. Piensan para salir. Descansan para salir. Hablan para salir. Se mueven para salir…


“Intentarlo con un visado es de risa. Nos piden que demostremos que tenemos 4.000 euros en una cuenta bancaria, aparte de otras muchas cosas. Lógicamente, si los tuviera, probablemente no necesitaría huir, y menos en una patera. Podría montar un negocio y dejar de trabajar para mi patrón. Ellos son los únicos que tienen cuenta bancaria allí. A nosotros nos pagan en mano. No tenemos ni contrato de trabajo ni nada y además, casi siempre nos pagan con retraso y nos dejan a deber. Paradójicamente, esa demora en los pagos es la principal razón por la que hemos llegado hasta Tenerife. Esa deuda es la causa de que todos lleguemos así aquí”.


Porque el cayuco no es más que el pago en especie de esa deuda que los patrones tienen con su tripulación: “Lo que pasa es que nosotros trabajamos el cayuco de un patrón. Somos una tripulación de unas 20 o 30 personas. En temporada de desove del pescado salimos durante días y llegamos a veces hasta la costa de Angola. Estamos acostumbrados a vivir en alta mar en el cayuco. Somos pescadores expertos. De hecho, los mauritanos vienen a contratarnos en las temporadas de pesca. Volvemos con las cajas llenas y nuestro patrón se encarga después de la venta del pescado. Pero, casi siempre, tiene que venderlo fiado. O sea, que no cobra todo lo que vende y, en consecuencia, no nos paga lo que nos debe. Al final de la temporada tiene que liquidarnos y, como no suele tener dinero en metálico, últimamente nos paga en especie: con el propio cayuco. Él suele tener suficiente para construirse otro nuevo y nosotros, en lugar de repartírnoslo y deseosos de salir de allí, invertimos esa deuda colectiva y nos juntamos todos para emprender la travesía de nuestra vida”.


O de su muerte. En lo que va de año, las aguas atlánticas que separan la costa oeste africana de Canarias se han tragado a 1.500 subsaharianos, según Cruz Roja.


La tripulación se organiza y busca otros amigos y otros familiares para pagar los costes del viaje hasta que se juntan fácilmente el doble. Ésa es la razón de que ya no se detenga a patrones. No hay. Son todos. Y por eso también se conocen entre sí y se saludan en las comisarías españolas o al llegar a los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE). Son compañeros o vecinos, cuando no primos o hermanos. Saben cuando salió cada uno y si dio o no señales de vida tras su llegada.


“La mayoría llegan. Y muchos se quedan al cumplirse los 40 días de plazo para repatriarnos. Y entonces llaman desde Madrid o Barcelona diciendo que están bien, que viven en casas bonitas con equipo de música, DVD, televisión, y que eso es lo mínimo que aquí se puede tener. Y entonces los sueños de los que están allí se hacen enormes y la obsesión por salir se multiplica exponencialmente”.


Cuentan que están relativamente informados. Escuchan las noticias de la RFI (Radio France International). Ven las televisiones, leen los periódicos, se conectan a Internet… Saben que es difícil, pero no imposible. Y además cierta rabia les empuja: “Sentimos que los que viven a este otro lado un día exprimieron a nuestro país y luego nos abandonaron a nuestra suerte, que claramente ha sido mala”.


Y se preparan para El Viaje, con mayúsculas. Esperan la luna llena y la mar en calma. Compran la comida: carne, pescado. Por eso el otro día apareció una gallina viva en uno de los cayucos. Y llevan carbón y una barbacoa para cocinar. Y bidones de agua y de gasolina, como cuando salen a pescar. Se despiden de sus mujeres y de sus hijos, porque casi todos están casados, prometiendo llamar y enviar dinero pronto. Zarpan y esperan a ver el Teide. Un solo pensamiento ocupa su mente: Europa.


“Lo peor del viaje es la postura. Apenas nos movemos durante siete días que, con suerte, dura la travesía más allá de lo mínimo para hacer nuestras necesidades y, algunos, para leer el Corán y rezar. Por eso damos tumbos cuando nos bajamos del barco. Nuestras piernas están entumecidas”. Ni hambre ni sed, ya no llegan deshidratados o con quemaduras como antes, ni con necesidades hospitalarias. Van bien provistos de víveres, aunque sin saber del todo lo que les espera si llegan a tierra.


“La llegada es desconcertante. Tanta gente, tantas miradas, tantas cámaras… Algunos no sabemos ni adónde hemos llegado”. Y en ese desconcierto colectivo, cada vez más fotografiado por los turistas, les llevan a todos a los sótanos de la comisaría y les dan ropas secas, zapatos, el zumo y las galletas. Entonces piensan en lo que tienen que decirle a la policía y preguntan: “¿Será mejor decir que venimos de un país que tenga guerra para que no nos manden de vuelta?”. Y entonces sienten miedo: “¿Nos devolverán antes de los 40 días?”. Porque saben, porque ya les llamaron sus amigos desde Barcelona y se lo contaron, que ese es el plazo máximo que les pueden retener en los CIE y que, con suerte, se pasará. Y se podrán ir con un expediente de expulsión bajo el brazo que, aunque no es la mejor carta de recomendación, “siempre es mejor una libertad vigilada que una vida de encierro”.

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