BARCELONEANDO

El 'glovero' que sabía demasiado

Mario, repartidor de Glovo, dejó El Salvador después de que las pandillas le obligarán a cerrar sus negocios "Sé dónde están los cadáveres, sé quién les asesinó y quién extorsionó; por eso si vuelvo, me matan", dice

El Periodico, Carlos Márquez Daniel, 06-05-2019

Mario sabe dónde están enterrados los cuerpos. Conoce los nombres de los que ordenaron los asesinatos. También puede identificar a los que apretaron el gatillo; o a los que extorsionaron a comerciantes y vecinos. Es un hombre que sabe demasiado. Y eso, cuando uno tiene delante a las maras de El Salvador, a las pandillas que controlan todo el territorio, supone levantarse cada día con una mirilla apuntando a tu frente. Por eso Mario no se llama Mario. Se cansó de girar las esquinas con miedo, cerró todos sus negocios, vendió su casa y se vino a Barcelona. Hoy es uno más de los miles de repartidores de Glovo, uno más de los solicitantes de asilo que tendrá que esperar varios años para que el Gobierno resuelva su caso. Uno más de los que trata de sobrevivir en una ciudad de bolsillo cada día más excluyente. Mario es una persona que te habla de refugio, de violencia , de falsos autónomos, de segundas oportunidades, de volver a empezar. De sobrevivir. Todo, con un optimismo sobrecogedor.

Esta historia empieza la noche del día de san Valentín, en la cola de una conocida floristería que te saca de un apuro a cualquier hora del día. Ahí está Mario, esperando para recoger una rosa en nombre de un cliente. Como la cosa va para largo, resulta imposible no entablar conversación. Cuenta que le han pedido que escriba él mismo la dedicatoria. “¿Pero qué pongo? ¿Y también tendré que darle un besito?”. Da cuatro pinceladas de su vida y se marcha. “Otro día te cuento más”. Ese día sucedió hace un par de semanas, junto a la Sagrada Família, en un conocido restaurante de pollo frito de la avenida de Gaudí, sentados junto a la ventana para no perder de vista su bici. Aquella rosa, por cierto, resiltço ser de un hombre para otro hombre. “De tu admirador secreto”, escribió. No hubo beso.

Mario tiene el bachillerato y tres cursos de Administración y Dirección de Empresas. Dejó la universidad porque empezó a trabajar y el dinero en el bolsillo venció a la motivación por seguir estudiando. “Me ofrecían 800 dólares y eso era mucho para un chaval que no había cumplido los 20 años”. Poco después empezó a abrir sus propios negocios: una panadería, un bar, una sala de billares y una tienda de chucherías que regentaba su mujer, María, que tampoco se llama María. El fenómeno de las pandillas ya había empezado, pero dice que entonces era casi anecdótico. “Llevadero”, asegura. Compró casa, coche y moto. Ya con un hijo, eran una familia acomodada de El Salvador. “La pandilla 18 se adueñó de nuestra zona y empezó a reclutar a niños y jóvenes de la colonia. No tardaron en llegar los muertos y el chantaje”. La primera visita la tuvo en el billar. Le pedían 10 dólares diarios. Acabaron por pedirle la misma cantidad en cada local, así que al poco ya estaba pagando un total de 40 dólares cada día. A cambio, algo tan simple como perdonarle la vida.

El niño con una Magnum de 9mm
La cosa trascendió al dinero. Peleas, clientes atemorizados. Decidió deshacerse de lo que tuviera “cerveza y trago” y se quedó con la panadería y el pequeño comercio en el que además de golosinas vendía “productos de primera necesidad, como los paquistanís aquí en Barcelona”. Un buen día, repartiendo pan en una colonia vecina, unos pandilleros le dijeron que no querían volverle a ver por ahí. Una nueva limitación: a partir de ese momento, solo podría mercadear en su zona. De haber cruzado la línea una vez más, habría acabado tendido en el asfalto, con un balazo en la cabeza. “Siempre por la espalda”, detalla.

Una mañana, un niño de nueve años se acercó con un teléfono y una pistola Magnum de nueve milímetros. “Cuando yo era pequeño, nuestros ídolos eran Superman y Batman. Ahora los héroes son los pandilleros, porque siempre se salen con la suya y lo pueden hacer todo”. El crío le pasó el móvil y al otro lado hablaba un hombre desde la cárcel que le reclamaba “50 dólares para una urgencia”. Se negó, y aparentemente no pasó nada. Al día siguiente fue al mayorista a comprar productos para la tienda y al regresar notó que una moto le seguía. Aunque no fue fácil, pudo despistarla en la autopista. Poco después, unos jóvenes le admitieron que el piloto tenía la orden de vaciarle un cargador. Fue a ver a la madre del chaval que le visitó con el arma y le pagó los 50 dólares. Eso le llevó a vender el pequeño comercio y quedarse solo con la panadería. En tres años pasó de regentar cuatro negocios a quedarse solo con uno.

Lo siguiente fue obligarle a que diera trabajo a miembros de la mara Barrio 18. Llegó a ocupar a 15 de ellos. También le llevaban armas a casa para que las escondiera. Jamás preguntó. “Ellos te miran como un amigo mientras hagas lo que te piden, pero un error lo pagas con tu vida”. El fallo más imperdonable, relata, es hablar con la policía. Todos esos chavales se reunían frente a su panadería, que estaba debajo de su casa. Olía su marihuana y les escuchaba hablar de todos los crímenes que cometían, del lugar en el que habían enterrado los cadáveres, de la próxima persona a la que iban a matar. Mario tenía claro que no podía decir nada, porque si la policía les cogía sabrían perfectamente que él era el soplón.

El tema del pan también dejó de ser rentable y acabó cerrando. Se terminó su vida de empresario 13 años después. Y también llegaba a su fin la vida en El Salvador. Pero ahí no acabó la presión de la mara. Cuando puso su casa en venta y los chavales vieron el cartel, le reclamaron 5.000 dólares de lo que sacara. Se negó a pagarles, pero ya no pudieron hacer nada porque cuando se enteraron de la venta, Mario, su mujer y sus dos hijos ya habían abandonado el país. La vivienda la vendió por 20.000 dólares a pesar de que él había pagado 30.000 unos años antes. “Todo se ha devaluado en mi país por culpa de las pandillas”. Si hubieran dado con él le habrían matado, porque casi nadie le dice que ‘no’ a la mara y vive para contarlo.

Barcelona: otras amenazas
En Barcelona la amenaza era completamente distinta. Se trataba y se trata de mantenerse a flote partiendo de cero. Entraron como turistas por el aeropuerto, como hacen la inmensa mayoría de migrantes en busca de una oportunidad en Europa. Se quedaron en casa de una amiga de la madre de María, que se mudó y terminó cediéndoles el piso. Mario recaló en un grupo de ‘whatsapp’ de salvadoreños y le recomendaron que solicitara la tarjeta de refugiado. “Cuando fui a inmigración, el propio policía que me atendió, después de contarle mi historia, me dijo que me la denegarían, pero que con esto podría trabajar y ganar tiempo porque tardan años en resolver los casos”. De este modo, cuando hayan pasado tres años en Barcelona y sin que el Gobierno haya fallado todavía, él y su familia podrán solicitar la residencia por arraigo.

“Cuando fui a pedir la carta de asilo, el policía me dijo que no la conseguiría, pero sí podría trabajar y ganar tiempo”

Escolarizar a los niños en la ciudad no fue complicado, ya que consiguieron el empadronamiento sin problemas. Sí fue algo más difícil su adaptación. El pequeño, que ahora tiene siete años, no sabía jugar a la pelota porque en El Salvador vivían encarcelados y no le dejaban bajar a la calle. “El primer día de cole vino bien contento porque había jugado a fútbol por primera vez”. La profesora les reunió y les dijo que veía al niño “un poco retraído”. Le contaron su historia y se quedó muda. Con los hijos ya escolarizados, se buscaron la vida. Mario empezó enseguida en Glovo. De eso hace ya tres años. Hace horario partido para poder estar a la salida del cole. Pedalea de 10 a 16 horas y de las siete de la tarde hasta la medianoche. Su esposa está a media jornada de canguro por 400 euros, sin contrato ni seguridad social. Apenas se ven un ratito por la mañana.

‘Riders’ que alquilan su licencia
Mario se saca limpios unos 1.500 euros, un sueldo muy digno para los tiempos que corren. Hasta hace un par de meses usaba una bicicleta mecánica. Ahora por fin ha comprado una eléctrica de segunda mano. Por el camino, en todo este tiempo, ha perdido cerca de 20 kilos. Cuenta que en Glovo el 90% son inmigrantes, que hay ‘riders’ que alquilan a otros jóvenes que no tienen papeles su licencia. Quizás por todo lo que ha pasado, por lo agradecido que está por seguir vivo, apenas tiene queja sobre su trabajo. Prefiere seguir siendo un presunto falso autónomo que entrar en plantilla de una empresa.

Cuenta que le gustaría abrir un restaurante de comida típica de su país. Entre tanto, puede pasar que el Gobierno rechace antes su solicitud de asilo. Le darían 30 días para abandonar España. Para entonces, sin embargo, espera haber tramitado esa residencia por arraigo que le permitiría seguir aquí con sus hijos. También quiere comprarse una moto para hacer repartos más largos, ya que la empresa paga por distancia (un fijo de 2,80€ por servicio más 30 céntimos por kilómetro). Tiene claro que volver a El Salvador no es una opción, aunque eso suponga no ver a su madre. Seguirá en Glovo, donde, por cierto, si tiene un accidente o le roban la bici, la compañía ni se entera. Simplemente, al día siguiente deja de aparecer como un puntito más en el mapa. “Pero bueno, es lo que hay. Lo bueno es que aquí estamos bien. Si estuviera en El Salvador estaría muerto. Sé demasiadas cosas…”.

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