Un asunto antipático

ABC, 17-05-2006


LAS políticas migratorias siempre constituyen un asunto antipático porque consisten en regular el acceso de otros seres humanos al confort del que algunos disponemos en cantidades razonables. Más o menos, se trata de saber cuánta gente se puede sentar en nuestra mesa… e impedir el acceso a los demás, contando por añadidura con que siempre se van a colar más de los que pensamos. La discusión sobre cuántos caben no deja de ser el eterno debate sobre el reparto de la riqueza; el problema real viene cuando llega el momento de cerrar la puerta. Ahí es donde un gobierno se tiene que enfrentar a la incómoda evidencia de que nunca hay para todos.

Y actuar en consecuencia, lo que significa establecer controles, negociar cupos y devolver a los que se saltan la aduana. Es decir, practicar un cierto grado de crueldad imprescindible para sostener el sistema. Una tarea ingrata para cualquiera, pero especialmente difícil para quienes, como este Gobierno de España, parten de un buenismo beatífico que contrasta con los perfiles pragmáticos del poder. El resultado es una política de inmigración lastrada por prejuicios ideológicos y contradicciones que provocan crisis cíclicas.

El problema real no está en las avalanchas de pateras o de cayucos, sino en las grandes decisiones de fondo como las regularizaciones periódicas de ilegales, y en la ausencia de un marco jurídico de repatriación efectiva. Un país como España necesita dedicar grandes recursos a su política migratoria: dotaciones de vigilancia, efectivos de acogida, burocracia ágil para revisar papeles y medios para pasaportar a los que sobran. Nada de eso existe en la medida adecuada, que no es otra que la que sea capaz de extender por el mundo la idea de que aquí el que no es admitido tiene que irse por las buenas o por las malas. De momento, lo que ocurre es exactamente lo contrario: hasta en el último rincón del planeta se sabe que a España es relativamente fácil llegar y extremadamente fácil quedarse.

Si ésa fuese una nación bien estructurada, tendría un Ministerio de Inmigración con competencias de Estado (no como el de Vivienda) y con recursos propios para actuar con eficacia. Y si Zapatero tuviese una mínima capacidad de liderazgo, estaría promoviendo en la UE un verdadero plan de desarrollo y estabilización en ciertas zonas de África, más urgente que sus retóricas alianzas de civilizaciones. Como no hay una cosa ni otra, son menester medidas de choque que blinden las fronteras. Con el Ejército, como ha ordenado Bush (y como hubo que ordenar en Ceuta y Melilla), o con otras fórmulas, pero hay que decidirse por alguna. Es antipático, sí, pero no le ha temblado al Gobierno el pulso a la hora de abordar reformas sumamente antipáticas para millones de ciudadanos. Lo que no puede ser es que el Estado vaya, como en Canarias, por detrás de los traficantes de personas, que siempre encuentran el modo de crear una crisis humana… mientras los ministros vuelan en tropel a una final de la Copa de Europa.

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