La migración contemporánea
La Vanguardia, 15-05-2006Acaba de comprobarse en Estados Unidos, donde la Administración Bush, debido a su política, ha suscitado una formidable movilización de inmigrados, en especial hispánicos; de hecho, en todo el mundo las diversas identidades culturales, memorias étnicas y sociales e inmigración como tal trazan un inmenso haz de problemas y conflictos, nutriendo debates cuyos términos son menos estables y sólidos de lo que cabría pensar… En realidad, los contornos de este panorama han cambiado considerablemente y merecen por tanto que se les preste la debida atención aunque sólo sea por el bien fundado motivo de dar con las herramientas adecuadas para acceder a su mejor comprensión.
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Una primera constatación se refiere al carácter cambiante de las propias identidades culturales, que no dejan de evolucionar y de transformarse, además de reproducirse y combinarse entre sí. Tal observación, por cierto, es aplicable en el terreno religioso. El islam europeo, por ejemplo, no presenta únicamente diferencias según los distintos países, sino que evoluciona en el seno de cada país al hilo de procesos influidos, es verdad, por la llegada de nuevos inmigrantes pero también – y notablemente – por las políticas de los distintos gobiernos para acogerles. En Gran Bretaña, por ejemplo, se ha terminado la tolerancia respecto del islamismo radical que había convertido Londres en Londonistán; pero el poder ha cobrado conciencia igualmente de la necesidad ineludible (si realmente pretende acabar con los actos terroristas) de trabajar más – en definitiva, dialogar más estrechamente – con las comunidades musulmanas a las que de hecho se apela a que actúen contra las tendencias a la radicalización entre sus propios fieles. En Francia, el islam ha debido aprender a convivir con la República, incluso ha acudido en un par de ocasiones en su ayuda. En el 2004, una delegación de responsables musulmanes viajó a Iraq para tratar con un grupo que mantenía secuestrados a dos periodistas franceses y que exigía, a cambio de su liberación, que Francia revocara su reciente ley sobre los signos ostensibles en la escuela (sobre todo, el velo islámico): estos responsables pidieron a los secuestradores que liberaran a los rehenes en nombre del islam pidiendo además que no se cuestionara una ley votada en Francia democráticamente y a cuyo acatamiento se sentían obligados. En segundo lugar, en octubre – noviembre del 2005, cuando una oleada de alborotos violentos sacudió la periferia de varias ciudades francesas, unos imanes pidieron a los jóvenes musulmanes que volvieran a casa y no participaran en los tumultos. Es evidente, en consecuencia, que hemos de dejar de postular como un axioma elsupuesto carácter estable de las identidades – incluidas las religiosas – reflexionando, en cambio, sobre la forma en que evolucionan y se transforman.Una segunda cuestión se refiere al auge de las memorias étnicas y sociales que exigen su reconocimiento en el seno del espacio público e intentan influir en los debates públicos suscitados en los países donde residen. Se trata de memorias, por cierto, vinculadas a su vez a una afirmación de naturaleza identitaria. En un primer momento, cabía acotar tal vez tal impulso en el marco de la imagen de un movimiento de abajo arriba, de una movilización tendente a transformar la historia incorporando la perspectiva de los vencidos o las víctimas, perspectiva abandonada, negada o minimizada con excesiva frecuencia. Sin embargo, a partir de este punto, todo experimenta un proceso de complejidad y complicación. Se constata, de este modo, que los sujetos o portadores de la memoria proceden a combinar y presentar hechos históricos sin excesivo afán de rigor al objeto de reforzar su postura en pleno fragor de las batallas políticas e ideológicas; que la memoria, en ocasiones, en lugar de contribuir a mejorar el conocimiento histórico, puede perfectamente paralizarla o pervertirla. Y así vienen a sugerirlo algunos historiadores en Francia a cuyo juicio las leyes memoriales que pretenden decir la verdad histórica, por ejemplo, a propósito del genocidio armenio (ley que data del 2001 y es susceptible de ser completada y reforzada) pueden constituir un grave peligro en la medida en que no descansen sobre investigaciones irrefutables. Se aprecia, asimismo, que quienes se definen únicamente por la destrucción del grupo o comunidad que invocan y que, en definitiva, sólo quieren presentarse como víctimas de la circunstancia histórica de los padecimientos de sus antecesores, adoptan comportamientos que les exoneran de toda responsabilidad en su existencia actual como si la condición de víctima les confiriera todos los derechos y señalara indeleblemente el conjunto de circunstancias que conforman su vida.
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En suma, el auge e impulso de las memorias en el seno del espacio público de numerosas sociedades suscita efectivamente debates complejos y moviliza a todo tipo de protagonistas: descendientes más o menos directos de las víctimas, supervivientes, testigos, historiadores, responsables políticos, magistrados, etcétera. A partir de ahí, la historia deja de ser por supuesto la simple articulación de un relato o discurso nacional transmitido a las siguientes generaciones mediante la escuela para interpelar este mismo relato. Al propio tiempo, se convierte en una producción y creación social, fruto de la intervención de protagonistas que eventualmente pueden estimular o, por el contrario, pervertir, impedir u obstaculizar la investigación propiamente histórica.
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Estos cambios son indisociables de la globalización, agente que disemina poblaciones diversas y numerosas por la superficie del planeta. También en este caso, los tiempos actuales nos convocan a una reflexión sobre nuestras formas de pensar. De modo tradicional, solemos referirnos a la inmigración considerando dos modelos elementales básicos. Según el primero de ellos, el inmigrado abandona una sociedad de partida para confundirse en mayor o menor grado con la población de la sociedad de acogida; de acuerdo con el segundo, el inmigrado sólo parte de manera provisional y por motivos laborales para ganarse la vida y la de los suyos con la idea de regresar un día a su país. Ahora bien, ¿qué cabe advertir a este propósito? Que países de emigración se han convertido, en un periodo de tiempo extremadamente breve, en tierra de inmigración empezando – en Europa – por España, Portugal o Italia. Que el primer tipo no resulta necesariamente en la integración ni tampoco en la disolución de las identidades culturales de origen. Que en el segundo caso, la inmigración reviste otros aspectos distintos del meramente de ida y vuelta. Que en el caso de una parte de los inmigrantes la apuesta ya se cifra en el solo hecho de poder desplazarse.
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Muchos de quienes en el continente africano sueñan actualmente con obtener la nacionalidad de un país europeo, por ejemplo, no están pensando en un asentamiento definitivo y de por vida en el país de adopción, sino en el acceso a una nacionalidad y, por tanto, a un pasaporte que les permita en adelante un mayor grado de movilidad. No encajan, en consecuencia, exactamente en ninguno de los dos modelos mencionados.
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Los inmigrados suelen depender en la actualidad de redes de diáspora y a su desplazamiento casi continuo, en ocasiones a lo largo y ancho del planeta, cabe añadir los flujos de comunicación que representan internet o el teléfono. Los propios términos de inmigración e inmigrados no acaban de dar cuenta plena y cumplida de la realidad actual por más que sean los que empleamos a diario; deberíamos, en efecto, hablar más bien de migraciones y de migrantes. Este ejemplo ilustra el problema que encaramos: hemos de distanciarnos en mayor medida de las palabras más corrientes adaptando en consecuencia nuestras categorías y formas de pensar a realidades cambiantes en continua transformación.
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