Descontentos, quejosos y felices

ABC, 09-05-2006


UNA florista del este de Londres dijo que en las elecciones municipales iba a votar al Partido Nacional Británico – la extrema derecha – , aunque le aterrorizaba que ganase. Se lo dijo al «Wall Street Journal» poco antes de la votación que desguazó a Tony Blair. Este proceso de decisión del voto no es nuevo, pero siempre llama la atención: voto a Fulano pero no para que gane y, si ganase, me llevo un susto. La dama no votaba, en realidad, por el extremismo del Partido Nacionalista Británico, sino contra «una inmigración sin control». Eso devalúa el voto en más de un aspecto y altera la idea de que las urnas establecen la representación democrática, pero se está convirtiendo en una costumbre en toda Europa, en la Europa cuyo voto – por cultura, nivel de vida, sistema educativo y estabilidad – debiera ser cualitativamente ponderado, responsable y medido. Si lo que fallan son los sistemas electorales, la solución no parece ser el Parlamento Europeo. Como contrapartida positiva, no es menos verdad que el desencanto tiene sus ciclos.

La misma florista londinense pudo ser encuestada para el más reciente eurobarómetro y tal vez dijo – como el 90 por ciento – que es feliz en su vida familiar o – como el 84 por ciento – en su trabajo. Como más del 50 por ciento, quizás también se sienta a gusto viviendo en su país, aunque tenga dificultades para llegar a fin de mes, como el 37 por ciento de los europeos. Como el 73 por ciento, seguramente se interesa – o dice interesarse – por la política de su país. Lo que ocurre es que al mismo tiempo, como el 43 por ciento, piensa que en su país las cosas van mal, en sentido equivocado. Sí: estamos instalados de forma simultánea en el descontento, la queja y una cierta felicidad. Es una suerte de limbo, una curiosa combinación de inconsciencia, vivir al día, pasar la culpa al otro y mirar para otro lado, sin dejar de saber que vivimos más o menos bien, unos con más hedonismo, otros más estoicos. Es como sentirse descontento, quejoso y feliz por un exceso de grasas: en tales circunstancias, uno se va al psicólogo y le atribuye la responsabilidad a la publicidad de fiambres y a los escaparates de los colmados. Será por eso que un 62 por ciento de los europeos desearían que todos los países – miembros de la Unión Europea armonizasen sus sistemas de bienestar social. Es consecuente que la globalización sea lo que – en un 47 por ciento – genera más miedo a perder el puesto de trabajo.

La disociación es paradigmática, como desear una sociedad segura y defendida frente a las amenazas exteriores, pero sin querer que aumenten los presupuestos de defensa. Es desear la perpetuación del Estado de Bienestar con tasas de natalidad que decaen. Es abrir la puerta a los populismos para no tener que asumir el rigor que la democracia a veces requiere. Es practicar los festines del multiculturalismo sin querer ver que relativiza y debilita nuestra sociedad. Es desear el crecimiento económico y una mejor competitividad sin reformar los mercados de trabajo.

Por ejemplo: la asociación musulmana más numerosa de Suecia pide que se les legisle aparte, con lo que todo pasaría por manos de los imanes: el matrimonio, la posibilidad del divorcio, la elección de la escuela y la institución de zonas islámicas en piscinas y gimnasios. El Corán no iguala ante la ley, a diferencia del Estado de Derecho según lo entienden hasta ahora los europeos por descontentos, quejosos y felices que sean. Lo cierto es que en Suecia hay elecciones en unos meses. La población musulmana suma casi el medio millón, de un total de diecinueve millones. En toda Europa la opinión pública pasa por escisiones de envergadura. Es característico que recelemos más de la globalización que del Euro – Islam.

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