El desafío hispano en los EE.UU.
ABC, 03-05-2006
ESTADOS UNIDOS tiene ante sí el reto de demostrar si es fiel a sus propios principios, que es lo que en alguna medida está planteando la población hispana con sus reivindicaciones y movilizaciones. En realidad esta situación no es nueva. Desde su fundación en 1776, los EE.UU. – primigeniamente un país de inmigrantes – han atravesado por debates similares en los que estaban en juego los valores de igualdad de todos los ciudadanos y, al mismo tiempo, la capacidad de asimilación de grupos diferentes en el combinado social que compone su población. La última vez fue durante los años sesenta, cuando el movimiento Pro – Derechos Civiles logró poner fin a la discriminación que seguía pesando sobre la población negra en numerosos estados de la Unión. Aquella lucha social, distinta a esta en que la violencia fue entonces sustancial – fue ardua, a pesar de que había transcurrido un siglo desde que la esclavitud fuese derogada y la Unión, consolidada con la derrota de los confederados en la guerra civil. De hecho, resolver el problema requirió altas dosis de constancia y responsabilidad entre sus líderes, tal y como puso en evidencia la figura de Martin Luther King.
A pesar de las resistencias y obstáculos que pusieron algunos sectores de la sociedad norteamericana a la plena equiparación racial, cierto es que entonces el desenlace fue finalmente el único que podía haber sido, de acuerdo con los fundamentos igualitarios que sustentan su Declaración de Independencia. Ahora, aunque no haya un Martin Luther King hispano, ni todas las personas que solicitan ser reconocidas legalmente hayan usado a su vez los cauces legales para instalarse en el país, en el fondo de esta discusión late la misma necesidad de integrar y convertir en ciudadanos plenos a quienes han dado pruebas sobradas de que pueden comprometerse a serlo. El resultado más razonable debería ser que la comunidad supiera articular la fuerza de estas movilizaciones en el sistema de representación democrática, para intervenir en los destinos políticos de su país de adopción como ciudadanos organizados.
Pero todo ha de hacerse respetando estrictamente las reglas del juego. Si las autoridades norteamericanas sucumbiesen a los cantos de sirena de los extremistas y procediesen a regularizaciones masivas, no es difícil aventurar lo que sucedería: una aceleración del «efecto llamada» y una multiplicación de la imagen negativa de la emigración en la mentalidad del conjunto de los ciudadanos del país. Y peor aún si detrás de estas movilizaciones hubiera otros objetivos espurios, como, por ejemplo, el intento de desestabilizar la sociedad estadounidense, como es fácil suponer que les gustaría ver a los inspiradores de esa extraña coalición que forman Cuba, Venezuela y Bolivia. Cualquiera de estas últimas opciones no haría sino perjudicar a la vibrante comunidad de origen hispanoamericano que quiere vivir en Estados Unidos.
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