Estaba una vez en Nueva York, en las vísperas del Día de Acción de Gracias, y mostré mi sorpresa por el tamaño de los pavos que se tenían que consumir aquella jornada. “Aquí todo es inmensamente grande, el país, los rascacielos, las cataratas y los pavos”. Y el número de inmigrantes hispanos, añado yo. Ahora se han contado y resulta que son 41 millones, de los cuales 12 no tienen papeles. Algunos llevan hasta 20 años en el gran país del norte, hablan más el spanglish mestizo que su lengua materna, pero ahora les preparan leyes que podrían suponer problemas para su continuidad en la Norteamérica, que nunca les acogió, pero en la que se convirtieron en refugiados sociales.
El problema de los papeles estuvo siempre latente. Pero se les necesitaba y, si eran inmigrantes de segunda, aumentaba su sumisión, lo cual es siempre ventajoso para el empleador. Además, “lucían bonito” en los desfiles anuales, tan folclóricos y tan de colorines. Ahora el mercado de trabajo está saturado y en el Congreso hay proyectos legales que podrían acabar con lo poco que habían conseguido ascender en el duro camino del sueño americano.
Pero se acabó la sumisión y han montado un Primero de Mayo de resistencia multitudinaria. Precisamente en uno de los pocos países del mundo que no lo celebra. Curiosamente donde nació. Es como si en Francia fuera laborable el día de la toma de la Bastilla. Muchos empresarios se las han apañado para justificar la baja que enmascaraba una huelga no declarada. Jornada de “presencia con ausencia”. La primera en la calle y la segunda en el trabajo. Era el Día Sin Inmigrantes, que ha mostrado el peso que puede tener un colectivo nacido de la necesidad. Tienen fe en la victoria, como proclama su grito: “Sí, se puede”.