El éxodo invisible de América Latina
La Vanguardia, 16-04-2006>
En los últimos cinco años, 25 millones de personas han emigrado de su país, en Centroamérica, Caribe y Sudamérica, huyendo de las precarias condiciones de subsistencia, que a menudo les mantienen hundidos en la pobreza, el subdesarrollo y la carencia de servicios básicos, como sanidad o educación.
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Trabajar como sea y donde sea, seguir viviendo en condiciones precarias y, pese a ello, intentar ahorrar para enviar dinero a los que no pudieron partir, es su implacable destino en el mejor de los casos. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), México, Colombia y los países caribeños son los que generan mayor cantidad de emigrantes con destino a Estados Unidos, Europa – principalmente España – , y también a otros países de América Latina.
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Aunque las corrientes migratorias hacia América del Norte y Europa son las más caudalosas, el movimiento de personas es también muy intenso dentro de Latinoamérica. Argentina, Brasil, Costa Rica y Venezuela son los países más atractivos para la migración interregional, que generalmente proviene de países limítrofes. Sólo en Argentina podrían estar residiendo tres millones de ciudadanos extranjeros, procedentes de la región, aunque los indocumentados ilegales se cuentan por cientos de miles impidiendo cálculos más precisos. Bolivianos, paraguayos, ecuatorianos y colombianos nutren mayoritariamente esa migración interior, que no escapa a los problemas de explotación y discriminación que también se dan en EE. UU. y Europa.
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El color oscuro de la piel, los rasgos étnicos emparentados con las antiguas culturas indígenas, y hasta los giros y la manera de hablar, de comer o de vestir, pueden convertirse en auténticos estigmas en la europeizada sociedad bonaerense. Incluso ser argentino, aunque jujeño (procedente de la región de Jujuy, la más septentrional del país, fronteriza con Bolivia), es para muchos emigrantes interiores una fuente inagotable de vejaciones y desprecio. Cabeza o cabecita – suavizando el despectivo cabeza negra – son expresiones comunes, y mortificantes, que jujeños o tucumanos padecen a diario y, aparentemente, en agradecido silencio. (Nota: el infamante negro mota se reserva para las pieles totalmente oscuras, heredadas de los ancestros africanos, y posiblemente esclavos, del afortunado poseedor de esa marca diferencial.)
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La Cepal, en sus informes sobre la cuestión, advierte que los emigrantes latinoamericanos “enfrentan una serie de dificultades derivadas del racismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia que se expresan en formas de discriminación de diverso cuño”.
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Unos 4.000 bolivianos trabajan en condiciones de esclavitud en Buenos Aires y otros 11.000 se encuentran en condiciones laborales irregulares, según cálculos del Gobierno de la capital argentina. En declaraciones publicadas por el diario La Nación,el responsable de la Producción en el Gobierno municipal de Buenos Aires, Enrique Rodríguez, dijo que las cifras surgen de un estudio efectuado después de la muerte de seis bolivianos, cuatro de ellos niños, en un incendio que hubo el pasado 6 de abril en un taller clandestino de
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confección de ropa. Rodríguez precisó que de los 15.000 ciudadanos bolivianos que trabajan en este tipo de establecimientos, unos 4.000 son utilizados como “mano de obra esclava”, otros 6.000 cobran “en negro” y el resto tiene una situación laboral irregular.
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Sin embargo, estas cifras parecen muy benévolas para describir la realidad. Fuentes no oficiales de la capital argentina Buenos Aires señalan la zona de La Salada, paraíso de la ropa trucha (marcas falsificadas, que se venden a precios muy bajos) como un genuino ecosistema, donde el trabajo ilegal y a destajo ocupa a decenas de miles de trabajadores, que están sometidos a jornadas laborales agotadoras y fuera del control de las autoridades.
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Paradójicamente, miles de bolivianos explotados en esos lugares se manifestaron días atrás reclamando que las autoridades no cerraran los talleres ilegales, que constituyen su única fuente de ingresos. “Sabemos – declaró Rodríguez – que a este tipo de talleres se los mimetiza con casas de familia y que están manejados por mafias, que contratan a los trabajadores en la frontera, los traen y los tienen absolutamente atemorizados”.
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Pese a los problemas que padecen y deben superar a diario, los emigrantes se han convertido en una de las principales fuentes de financiación externa de muchos países caribeños y latinoamericanos. México, Brasil y Colombia concentran más del 60 por ciento de las remesas percibidas en la región, y un 20 por ciento es captado por Guatemala, El Salvador y República Dominicana.
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Las remesas de dinero, efectuadas casi siempre en dólares estadounidenses, reflejan la vinculación de los trabajadores emigrantes y son un apoyo a las economías nacionales que desafía a las políticas públicas. En países como Haití, Nicaragua y Honduras representan el 24 por ciento, el 11 por ciento y el 10 por ciento del producto interior bruto (PIB), respectivamente, y en economías más grandes como las de El Salvador y República Dominicana, suben hasta el 14 por ciento y el 10 por ciento, según datos que ofrece la Cepal.
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