tras saltar la valla de Ceuta

“He sufrido un montón para entrar aquí”

Ibrahima Sory huyó de su país para salvar su vida y ahora espera poder construir una nueva en Bilbao

Deia, Arantza Rodríguez, 08-10-2017

Bilbao – “Ese es yo. Ese se ha muerto. Ese ha entrado. Ese también. Ese no…”. Ibrahima Sory, 20 años, un castellano casi perfecto para haberlo aprendido en tiempo récord, desliza la yema del dedo por la pantalla de su móvil como si lo hiciera por el álbum de su duro pasado. Se detiene en una fotografía de grupo, captada junto a los compañeros con los que malvivió en los bosques de Marruecos a la espera de intentar cruzar las veces que hicieran falta la valla de Ceuta. Señala un rostro y luego otro y otro más y va dando cuenta de su fortuna. Algunos se antojan unos críos. Sabe de ellos por Facebook. “He sufrido un montón para entrar aquí. Ahora voy a ver cómo mejorar mi vida”, dice, con ganas de pasar página, desde la sede de la Cruz Roja en Bilbao, donde le están prestando apoyo hasta ver si se resuelve su solicitud de asilo.

Ibrahima no es un refugiado sirio, pero también huyó de su país, Guinea Conakry, para ponerse a salvo. “Había un problema político y peleas. Todos los días molestaban a la gente, me pegaban… Mi hermana me dijo que saliera, que si no, me iban a matar”, cuenta. Huérfano de padre y madre, con 17 años y 400 euros en el bolsillo, emprendió un viaje a ninguna parte, que le llevó a Mali, Burkina Faso, Níger y Argelia, donde trabajó ocho meses en la construcción. “Una noche vi en YouTube cómo la gente saltaba la valla. Le pregunté a un amigo y me dijo que estaba en Marruecos. Si entras, ¿estás en Europa? Me dijo que sí y decidí buscarlo”, relata. Así, de forma casual, fue hilvanando su destino. Él, que partió de su casa pensando en asentarse en un país vecino y ya estaba camino, sin maleta ni guías de viaje, de cruzar el Estrecho.

En los bosques que le sirvieron de escondrijo durante tres meses, en la frontera con Ceuta, su sueño se tornó en pesadilla. “Ahí yo he sufrido mucho. Los policías marroquíes van todos los días donde la gente duerme y rompen todo. Si te cogen, te llevan en un camión al desierto para que no vuelvas”, explica y muestra un vídeo donde se le ve junto a una lona rota tirada entre los árboles y algún que otro resto del tenderete donde cocinaban. “Ese día había policías por todos los lados, rompieron todo, pero volvimos porque teníamos que entrar”, repite como un mantra. Por suerte, dice, a él nunca le atraparon. “Si ellos vienen, yo no voy a mirar. Voy a correr hasta que me muera”, asegura y muestra una imagen donde se le ve junto a otros supervivientes en aquel infierno. Sus rostros, serenos. En alguno incluso se adivina un esbozo de sonrisa. “Aquí estábamos por la mañana bebiendo café, esperando. A la tarde íbamos a la carretera a pedir comida a la gente. A la noche íbamos a la valla, pero había perros, policías, un radar…”, describe su rutina.

Ibrahima no es un temerario. Tenía miedo, “mucho”, subraya, pero temía más volver a casa. “Una noche andando en el bosque me encontré animales salvajes. Pensando en mi familia, decía: Si voy a morir, voy a morir, pero no puedo volver a ese país si no tengo cómo vivir y ese problema político me da miedo. Por eso tengo que entrar aquí. Voy a pedir a Dios… Hasta que Dios me ayudó”.

Hasta que Dios le ayudó, como él dice, hubo muchas intentonas. “Mogollón. Ni yo mismo sé cuántas, te lo juro”. Algunos se dejaron la vida en ello. El resto, la piel. “Hay gente que muere al saltar. Son dos vallas, de 7 metros de altura y con muchos pinchos. Toda mi mano y esta pierna, todo estaba roto…”, recuerda. “Pero ya no”, dice mostrando su palma. “Son como cuchillos, la gente se hace daño, tú no puedes ni mirar”. Resopla. “No, no, no puedes mirar. Muy mal. Yo he sufrido mucho”.

Ibrahima echa mano del móvil y muestra una foto nocturna de la valla. Apenas se vislumbra una serpiente de luces en mitad de la oscuridad. Relata la vez en la que él y otros cuatro compañeros terminaron ensangrentados, pero en vez de llamar a la Cruz Roja, los guardias los devolvieron a Marruecos. “Allí los policías te esperan y te pegan como a un perro, con el pie, con todo, como si no fueras humano. Uno me dijo: Si te pillo otra vez, voy a romper tu pierna. Estuve tres semanas sin ir: tengo miedo, tengo miedo, pero un día Dios me ayudó”.

Aquel día en el que, insiste, la providencia le echó un cable, atravesó el bosque con un amigo. “Toda la noche estuvo lloviendo. Llegamos a la mañana cerca de la valla. Estaba toda con niebla. No se podía ver nada y le dije al chico: Hoy nos toca entrar. Él dijo: Ojalá. Vale, vamos”. Ibrahima consiguió saltar. “Al chaval le cogió la valla y no podía ni caminar. Un marroquí me dijo que me escapara, pero como yo ya estaba en España, le esperé y entramos en Ceuta”. Lo siguiente que enseña en su móvil es la viva estampa de la felicidad. “Este es el chaval con el que entré. Estamos en el barco que nos trajo a la península. Estamos contentos”, aclara, como si su alegría pudiera pasar desapercibida.

“No quiero estar sin hacer nada” Tras su breve paso por Algeciras, Ibrahima recaló un mes en Madrid y consiguió, como él quería, llegar a Bilbao. “En mi país veía fútbol. Me gustaba el Athletic Club desde hacía mucho, antes de saber que iba a entrar en Europa”, afirma. La noche que llegó nadie le esperaba. Solo la calle como colchón. A la mañana siguiente acudió a la Cruz Roja, que le ha acompañado en este último año y medio en su proceso de acogida e integración, una vez que CEAR le dispensó el primer recibimiento como solicitante de asilo. “Como no tenía dónde dormir, me mandaron al albergue de Uribitarte, hasta que Cruz Roja me buscó plaza en un piso. Estuve seis meses haciendo cursos, estudiando. Cuando vine solo sabía hablar francés”, dice. Ahora domina bastante bien el castellano. “El euskera es muy difícil, pero ya lo atacaré. Ondo, ondo…”, se arranca entre risas, como si estuviera diciendo probando, probando.

Aficionado al atletismo, que practicaba en su país y piensa retomar, Ibrahima tiene ahora en mente un único objetivo: encontrar trabajo. No en vano, está a punto de terminársele la ayuda económica que ofrece el Ministerio de Empleo y Seguridad Social durante un año para alquiler y manutención. Lejos de dormirse en los laureles, aparte de aprender el idioma, ha hecho un curso de operaciones auxiliares de fabricación mecánica y otro de carretillero. “Cualquier trabajo”, asegura, sería bienvenido. “No quiero estar ahí sentado sin hacer nada. Me aburro”.

A la espera de que se resuelva su solicitud de asilo – ahora cuenta con permiso de residencia temporal y de trabajo – , Ibrahima mantiene viva la llama de su ilusión, que no es otra que quedarse a vivir en Bizkaia. Su familia, dice, está bien. “Cada mes pongo 5 euros en mi tarjeta y hablo con mi hermana hasta que se me termina. A veces me llama ella”. Mentalmente, asegura, no sufre secuelas. “Solo estoy pensando en cómo voy a poder llegar donde yo quiera”. Nada de quedarse enganchado entre el ramaje del pasado. “Te lo juro, hasta hoy a veces imagino cómo he sufrido para entrar aquí, pero gracias a Dios… Se acabó todo lo que me ha pasado. Se acabó sufrir”.

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