Tribuna abierta
Carta de lejos
Deia, , 18-08-2017CONTAR, por ejemplo, de los grupos de muchachos cleferos (los que aspiran pegamento) que hacen rap en el centro de la ciudad de La Paz, diurnos y nocturnos, y cantan de manera alucinada su desdicha y su desgarro, su marginación y rebeldía, su muerte olfateada, pues con un pie en el estribo están muchos de ellos, antes de que el pozo de la noche se los trague.
¿A quién le interesa esta historia en el país del turismo y a la vez, ahora, de la rebeldía y protesta que adquiere formas grotescas, contra esa industria turística por fuerza masificada, y a la que se le culpa de males sociales ligados al deterioro de la pintura amable del paisaje de una época que no lo es?
A mí me gustaría saber con exactitud qué bien se pretende proteger con el movimiento antiturismo y a qué se invita en concreto a reflexionar. ¿Se pretende acaso que las ciudades regresen a ser el belén entrañable que, de haber sido alguna vez, lo fue allá lejos y hace tiempo, ese lugar al que no se puede volver? ¿Se desea que el mundo rural deje de ser un parque de atracciones y vuelva a su pureza originaria intocada? Me da la risa solo de escribirlo. Y qué decir de los pastelones históricos que se inflingen al turista cultural que entre la procesión y el peregrinaje se asoma a las oscuridades de la historia y a quien se le resume lo que no tiene forma alguna de ser resumido, salvo de manera interesada, dando oficialmente gato por liebre para no meterse en honduras. ¿También habrá que cancelar los circuitos histórico – identitarios? ¿Imponer un turismo a la carta, propio de la reserva?
Se ve que el turista molesta, merodeando o gamberreando a la puerta de tu casa, haciendo más o menos lo que le viene en gana porque paga, pero tú estás convencido de que no molestas cuando turisteas en otra parte y te metes a husmear donde te parece y de manera más o menos ruidosa; tú compras donde mejor te parece tu pasajera parcela de paraíso, de sueño, de otra cosa, de respiro leve entre dos largos períodos de trabajo; y ese derecho no hay quien pueda discutírtelo, no lo admites, tú pagas y no hay otra ley que esa. Probablemente ni siquiera seas capaz de ver que alguien se sienta moleste con tu presencia de curioso impertinente. En una época de viajes incesantes todos somos el turista indeseable para otro, hagamos lo que hagamos. Puestos a estropear paisajes, tú también lo haces sin pretenderlo.
Turistas y no turistas, viajeros, unos por gusto, otros por necesidad, porque no les queda más remedio: los refugiados, que si no han desaparecido por completo del horizonte informativo, al menos se les ve menos, ocultos tras una niebla mediática, detenidos en esa tierra de nadie de las fronteras y las alambradas, indeseados y convertidos enseguida en indeseables, en problemas, blanco de los odios raciales, los abusos y la extrema precariedad existencial. No son acogidos, se ven como una amenaza, los políticos así los tratan jugando a la patraña estadística, acallando sus conciencias y las de la ciudadanía: la acogida es mucho menor de lo que dicen. Empezó la época de cerrar puertas y de no desear la presencia de gente de lejos en nuestro paisaje.
El imparable goteo de muertos en el Mediterráneo ahí sigue, escalofriante a nada que pienses un poco en ello, sin que sepamos con certeza cómo sigue el viaje de los sobrevivientes a los naufragios, los rescatados, cuando no pueden hurtarse a los centros de internamiento sobre los que penden denuncias de infamias. Si por fin llegan a donde pretendían llegar, esta gente de lejos no viene y se va, como el turista, sino que se queda, se hace un hueco, y probablemente para siempre, sobrevive como puede en este paraíso que no engaña a nadie y en el que se les quiere poco o nada, como obra de mano barata, como mucho, concitando odios y desprecios cada vez más visibles. Amable sin duda nuestro mundo, quieto, idílico, vacacional…
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