Defensa ciudadana de la democracia

La Vanguardia, , 15-08-2017

La victoria de los partidarios del Brexit en el referéndum de junio del 2016 y el triunfo de Donald Trump en las elecciones norteamericanas de noviembre de ese año enviaron al mundo dos mensajes preocupantes. El primero nos revelaba que una propuesta basada en planteamientos xenófobos y en datos falseados valía para empujar al Reino Unido fuera de la Unión Europea. El segundo nos descubría que un candidato forjado en la fragua de las celebrities, entre cuyas prioridades estaba desmontar el sistema de sanidad pública impulsado por su antecesor y echar a los inmigrantes , podía convertirse, en tiempos de incertidumbre para las clases desfavorecidas, en el hombre más poderoso del mundo.

A continuación, un fantasma recorrió Europa. Y no era precisamente el del comunismo descrito por Marx y Engels en El manifiesto comunista. Era el fantasma de los populismos, alimentados por la misma xenofobia que nutría al Brexit o a Trump. Las elecciones en Holanda y en Francia se anunciaron entonces como decisivas para comprobar la extensión del fenómeno en el Viejo Continente, donde todavía resuena el ominoso eco del nazismo. Por fortuna, ni el discurso racista del holandés Geert Wilders ni el similar de la francesa Marine Le Pen se vieron refrendados por las urnas, quedando aparcados. Al menos, temporalmente. Pareció entonces que Europa respiraba aliviada, tras comprobar que su proyecto común tenía vida por delante. Aunque no es menos cierto que las elecciones federales alemanas del próximo septiembre y las que acaso se convoquen en Italia aconsejan cautela y atención.

Dicho esto, en fechas recientes se producen aquí y allá rebrotes de la intolerancia, que hace pocos años hubieran disparado todas las alarmas. Pero que ahora, acaso por su reiteración, se asumen con menor espíritu crítico. Hay ejemplos en diversos escenarios. Los hechos de Charlottesville acaecidos el pasado sábado, en los que un supremacista blanco arrolló y mató a una manifestante antifascista, son una prueba de ello; es decir, del deseo de acabar con quienes piensan de modo diferente. A una escala distinta, y por fortuna con efectos hasta hoy de otro orden, cabría citar en la escena catalana las iniciativas de la CUP. Como su cartel en favor del sí ante el 1 – O, que propone barrer a los que ellos consideran representantes del actual sistema; o, posteriormente, las declaraciones de la diputada Anna Gabriel exigiendo que el conseller Santi Vila, miembro de un gobierno democrático, sea apartado de sus responsabilidades públicas, porque alguna de sus iniciativas políticas le ha parecido contraria a sus intereses.

Aunque –insistimos– son sucesos distintos, todos merecen una respuesta firme e inequívoca de cuantos prefieren vivir en un régimen democrático que defienda la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo. Por supuesto, los cargos electos que ostentan la representatividad popular son quienes, en primer lugar, deben acreditar su liderazgo moral y rechazar cualquier tic totalitario, sin dejarse ofuscar por el rédito de sus alianzas políticas coyunturales (sólo ayer, dos días después de los hechos de Charlottesville, Trump accedió por fin a condenar el racismo). Pero queremos recordar que las libertades y el pluralismo sólo están a salvo si las defiende el conjunto de la ciudadanía. Y no sólo acudiendo a votar cada cuatro años, sino rechazando sin ambages toda conducta que aprovechándose de las libertades de la democracia trabaje para socavarla.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)