Tres escenas actuales

La Vanguardia, 31-03-2006

Invierno en Barcelona. Sopla un viento helado y el vigilante de la estación de metro permanece de pie en una esquina del vestíbulo mientras los pasajeros suben o bajan por las escaleras. Intenta guarecerse de la intensa corriente de aire que se genera. Se cubre la cabeza con una especie de pasamontañas, tiene las manos en los bolsillos, alguien le mira y se pregunta cuántas horas ha de permanecer allí, estático. La compañía de transportes no ha pensado en proporcionarle una silla, ni una garita. Se gana así la vida. Unos pocos euros al mes por un trabajo fácil pero pesado, insalubre. Es probable que no haya encontrado nada mejor. La revista Fortune publica cada año la lista de las grandes fortunas mundiales, y alguien se pregunta si tiene razón de ser que los más avispados, o los ricos herederos, acumulen mil veces más de lo que jamás tocará aquel vigilante. Calculan los expertos en bienestar que a partir de disponer de 130.000 dólares anuales la felicidad proporcionada por el dinero ya no aumenta. Aludiendo al más rico, los caudales no harán a Bill Gates más feliz ahora que al principio de su acopio. Entonces, ¿qué sentido tiene que el crecimiento económico se base en explotar en exceso y en distribuir mal? Mientras, el guardián sigue aguantando el frío, como una estatua.
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En el vestíbulo del mercado se aposta cada día un mendigo en edad de trabajar, apreciación que lleva a mucha gente a no darle nunca limosna. En cambio, otras personas echan alguna moneda en la caja de plástico que sostiene e incluso se detienen a hablar con él. Cierto día aparece una mujer de traza eslava, con falda ancha y larga, pañuelo en la cabeza y un bebé en brazos. Se sienta contra una columna y tiende la mano. La mayor parte de los parroquianos que entran y luego salen con la compra pasan de largo. Hay una mujer que en principio la ha ignorado y luego, repensando su actitud, vuelve sobre sus pasos para darle un euro. La mendicante aprovecha para pedirle pañales para su hijo, leche…, y en tanto que la dadora deniega con la cabeza, el mendigo se acerca de pronto, airado, echándole en cara sus exigencias: “¡No te han dado dinero, pues no pidas más!”. Es alto y delgado, lleva barba, y parece un profeta fulminando a la pecadora. La pedigüeña calla, agachando la cabeza, y la mujer se aleja de ellos pensando en la escena que acaba de presenciar. Nítida manifestación del dominio del hombre sobre la mujer, ya que difícilmente se habría producido una interpelación semejante de un hombre hacia otro, y mucho menos, de una mujer hacia un hombre. Y muestra de la competición entre miserables, al estilo de Microsoft contra Google, sólo que unos pugnan para aumentar su poder mientras que para los otros sólo es cuestión de supervivencia.
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Noticia breve en la prensa: un hombre de 47 años muere en un polígono industrial por una descarga eléctrica de 110.000 voltios. “Trabajaba para Boxman, empresa que había sido contratada por Spark Ibérica y ésta, a su vez, por Endesa”. No sabemos nada más. Tal vez había llegado en una patera, había ido aceptando contratos temporales para trabajos en los que no pedían experiencia, no sabía siquiera quién le empleaba en realidad, no había tenido el menor aprendizaje. Solamente pretendía cobrar un sueldo, e ignoraba que aquel cable, en aquella subestación eléctrica, llevaba intrínseca la muerte. Por la vida había perdido la vida. Otro subcontratado le sustituirá, a menos que hagamos que la ética se imponga a la codicia.
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