El refugiado sirio que burló a la muerte y puso la otra mejilla con un disfraz de Piolín

La Vanguardia, , 08-06-2017

Nos dirigimos al campamento de Vasilika. La misión consiste en organizar una fiesta de cumpleaños para una familia amenazada de muerte. Globos de colores, gominolas y un disfraz para cada uno: Piolín y payaso macarra. Detenemos el coche frente a un semáforo en rojo mientras atravesamos la transitada Tesalónica. “La Barcelona griega”, la definen algunos de sus habitantes.

Mientras estamos parados, dos homeless se acercan a nuestro vehículo. El primero, de largo cabello y blanquecina barba, va montado en una silla de ruedas. Tiene las dos piernas amputadas. La segunda, también canosa, empuja el aparato. Se detienen junto a la ventanilla del copiloto. Nour baja el cristal mientras con la mano izquierda hurga en su bolsillo. Saca unos cinco euros en monedas. Sin titubear, suelta el puñado de metales sobre la mano del anciano.

“Necesita el dinero más que yo. Imagina lo que tiene que ser abrir la mano para pedir dinero a gente que no conoces… Pero no le queda más remedio. Está solo con su mujer, es muy mayor y no tiene piernas. Yo también necesito ayuda, pero al menos tengo dos piernas para conseguir cosas por mí mismo. Él no puede trabajar. Yo sí”, responde sin pestañear el refugiado kurdo, nacido en la devastada ciudad de Alepo, Siria.

“Si queremos que los voluntarios, la gente y Europa nos ayuden, nosotros debemos ser los primeros en hacer algo y dar ejemplo”, zanja, mientras suena de fondo su canción favorita –la escucha dos o tres veces al día para tomar fuerzas–, el All of me de John Legend. Las ganas irrefrenables de vivir se le adivinan en esos ojos veteranos, que ocultan millones de lágrimas a sus espaldas, así como en la sonrisa permanente que se le dibuja en el rostro, curtido.

Nour Mohamad tiene tan solo 27 años, pero su mirada delata una dilatada experiencia. Lo perdió absolutamente todo. Las bombas del ejército de Bashar al – Asad destrozaron su apartamento y la tienda de ropa con la que se ganaba el pan en Alepo. También fue un artefacto explosivo el que terminó con la vida de su prometida. Faltaban 20 días para celebrar el enlace matrimonial entre ambos tras cuatro años de relación cuando aquella maldita bomba volatilizó a la familia de su novia. Era una gris tarde de diciembre de 2014 y donde vivía ella solo quedaban escombros. Todos habían muerto.


Nour recibió una llamada telefónica de un buen amigo. El mensaje era escueto: “¿Puedes dirigirte a la casa de tu novia? Ha pasado algo”. “Fui allí de inmediato. Estaba todo destruido… Me volví loco buscándola entre la runa pero no había manera. Finalmente, la encontré. No podía hacer nada. Estaba muerta”, relata con dolor. El mayor deseo de Nour por aquél entonces era tener hijos junto a ella. “Murió, y mi sueño murió con ella”, asegura, con lágrimas en los ojos.


Tras una infancia difícil, criado solamente junto a su abuela y afectado por la discriminación que sufren los kurdos en Siria –“Somos kurdos, no animales. Asad nos trata como si fuéramos diferentes, no nos dispensa el mismo trato que a los árabes. En el colegio no nos dejaban hablar en kurdo. Una vez, la profesora me echó de clase por hablarlo”– , Nour se había hecho a sí mismo.


Es un tipo con carácter y mucha personalidad, capaz de montar su propio negocio en la industria textil. Diseñaba ropa y la vendía en Alepo hasta que lo perdió todo. Entonces se vio metido en una encrucijada: “Tenía dos opciones si me quedaba en mi ciudad: matar o esperar a que me matasen”.


Decidió marchar con lo puesto y sus escasos ahorros en busca de una vida mejor, lejos de la guerra. Quizás, con el tiempo, sería capaz de construir un nuevo sueño que le devolviese las ganas de amar. Allí empezó su particular travesía por el desierto. Las negociaciones con los contrabandistas se tornaron en el pan de cada día. 600 dólares para ir desde Alepo a la ciudad kurda de Afrin en coche (dos horas). Pagó por él y por su abuela. Ella se quedó allí. Otros 500 dólares para cruzar desde Afrin a Turquía. Y, una vez llegó a Esmirna, negoció nuevamente con las mafias para viajar en barco hasta Grecia.


“El viaje costaba 1.100 dólares por persona. Intenté rebajar el precio y me dijeron que sólo era más barato para el que se prestaba a conducir el barco: 900 dólares. Así que me ofrecí a hacerlo a pesar de no tener experiencia. Me veía capaz”, confiesa. Dos días más tarde le llamaron: “¿Estás preparado? Dame el dinero y adelante”. Se negó en rotundo: “Lo siento, yo no te conozco. Llevaré el dinero conmigo y cuando lleguemos a Grecia se lo daré a una persona de tu confianza que esté al otro lado. Si no llegamos a Grecia, me quedo el dinero conmigo”. “Si no pagas, no viajas”, le retaron. Así se desprendía de casi todos sus ahorros mientras cruzaba los dedos.


Nour se puso al timón de un pequeño navío a motor en el que se montaron 65 personas, muchas más de las que el barco estaba capacitado para transportar. Iba repleto de niños y mujeres mayores. “Cuando estábamos inmersos en medio del mar, el motor se detuvo. Llamé a las autoridades turcas para que nos ayudasen, pero no hicieron nada. Solo nos quedaba rezar. Por suerte, comprendimos que debíamos estar muy cerca de aguas griegas, así que contacté con Grecia y, gracias a Dios, ellos sí que vinieron a nuestro rescate”, recuerda.


Los traficantes le facilitaron los números de contacto de la policía marítima turca y la griega, por si se complicaba la travesía, algo que no siempre ocurre. Nour fue muy insistente en este sentido, consciente de su falta de experiencia. Una embarcación griega mucho más grande acudió al rescate y montó a todos los refugiados. “A partir de ahí todo fue bien. No me pusieron ningún problema por conducir el barco, al contrario. Nos ayudaron mucho y cuando llegamos a tierra recibimos el calor de mucha gente dispuesta a ayudarnos. Nos trajeron ropa y comida. Fue una sensación reconfortante después de tanta angustia”, recuerda.


Así fue como llegaron a Mytilini, en la isla de Lesbos, tras cuatro horas en alta mar. Una vez en poder de las autoridades griegas, empezaron un camino que todavía hoy no han terminado. Pasaron por Atenas y Tesalónica hasta que desembocaron en el campamento de EKO. En la estación de servicio, Nour trató de comprar comida y le pidieron cinco euros por un bocadillo: “Somos refugiados de guerra, no turistas que llegan desde Noruega. Lo hemos perdido todo”. Sus plegarias no sirvieron de nada: “Si quieres el sándwich, paga cinco euros, si no, lo dejas”. Tenía tanta hambre que tuvo que pagar aquel bocadillo, aunque cada vez le quedaban menos ahorros.


Luego fue a parar al famoso campamento de Idomeni, donde residió durante cinco meses junto a más de 8.000 personas. Aquello era un infierno: “Si querías ir al lavabo, tenías que hacer una cola de dos horas. Si querías tomar una ducha, había seis horas de cola. Para coger tu ración de comida, lo mismo. Largas esperas. Y no se te ocurra salir de la fila, porque pierdes el turno. Estábamos peor que los animales de granja. Somos personas, humanos, y queremos integrarnos”.


Allí estuvo, solitario, hasta que Idomeni fue desalojado en mayo de 2016. El gobierno griego montó distintos campos de refugiados repartidos por todo el país. Muchos de ellos se ubican en el norte, como el pequeño Kalochori, que llegó a albergar a 500 personas en agosto. Cuando más o menos se había adaptado al duro Idomeni, vuelta a empezar. Nuevo sitio, nueva gente y la misma desolación en el alma que le acompañaba desde que dejó Alepo.


En Kalochori, no obstante, Nour encontró nuevas motivaciones para salir adelante. Todo el mundo en el campamento eran sirios de etnia kurda, con lo que los conflictos que se vivían en Idomeni fueron reducidos sensiblemente. Sin embargo, también en Kalochori se sucedían peligrosas peleas nocturnas entre refugiados amparadas por los militares.


Nour entabló relación con algunos voluntarios europeos que le empujaron a enrolarse en un proyecto muy atractivo: la Pharma Community Kitchen. Una cocina comunitaria donde empezó a hacer de cocinero –otro registro en el que no tenía demasiada experiencia, pero que asumió como un nuevo reto– para alimentar a 500 estómagos muy hambrientos y a los sintecho del lugar.


“El primer día fue un desastre, la comida no salió buena y las raciones fueron escasas. Pero no me vine abajo, creía en mí y persistí. Al segundo día ya fue otra cosa. El arroz con verduras quedó muy rico, llegó para todos y recibí la felicitación de todo el mundo. Fue muy gratificante”, explica Nour. A partir de ese momento, inició su camino como refugiado – voluntario, aprendió inglés en tiempo récord y se desvinculó del campamento de Kalochori para ayudar al resto de voluntarios y organizaciones como la catalana Barcelona Human Aid, tanto en el citado campo como en muchos otros de los que se ubican alrededor de Tesalónica.


Con el tiempo se ha convertido en uno de los voluntarios más activos del equipo que coordina Diane, la persona independiente que estuvo al mando de Kalochori bajo la atenta mirada de ACNUR y el Ministerio de Inmigración griego hasta que el campo fue clausurado el pasado febrero. Nour es una pieza clave en las distribuciones de comida, ropa y traducciones a muchos refugiados.


Y se ha convertido en el rey de las fiestas de cumpleaños. Su carácter siempre optimista y el disfraz de Piolín, que siempre le acompaña, inundan de sonrisas las caras de miles de niños condenados, en muchos casos, a ver como cientos de personas perdían la vida en el mar. Niños obligados a vivir indefinidamente en tiendas de campaña, sin escolarizar, y que empiezan a ser recolocados por Europa en base a criterios opacos. Niños, que como en el resto del mundo, anhelan la felicidad.


Nour Mohamed lo perdió absolutamente todo. Las bombas de Al Asad le relegaron a la miseria más absoluta. Sepultaron sus ilusiones. Sin embargo, después de un año y medio jugándose el pellejo, encontró nuevos sueños por los que luchar: “No hay nada más bonito que la sonrisa de un niño”.

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