La gangrena
ABC, , 09-05-2017La buena noticia es que ha ganado Emmanuel Macron. La mala, que Le Pen ha conseguido aproximadamente once millones de votos. Una cantidad descomunal considerando el programa ultrachovinista que presentaba a refrendo en estas urnas, la absoluta falta de preparación que demostró en los debates y la suciedad de su campaña. En esta ocasión ha vencido el candidato de la sensatez o el mal menor frente al populismo de extrema derecha, pero la pugna no ha hecho más que empezar. Será a muerte. Y se librará no solo en Francia, cuna de la Ilustración y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, sino en todo el orbe occidental y en particular en Europa, donde nació hace setenta años el mejor sistema de gobierno que ha conocido la Humanidad.
La Unión Europea fue la solución a los problemas endémicos que sembraron de sangre el continente a lo largo de los siglos. El hogar del progreso, la democracia y la justicia social. El paraíso con el que soñábamos, aún sueñan, los países excluidos de la abundancia y la paz disfrutadas en libertad. Hoy se ha convertido en una pesada máquina burocrática incapaz de despertar ilusión. Una madeja de normativas, funcionarios, jerigonza y privilegios, en la que los principios brillan por su ausencia y todo es corrección política, relativismo, intereses particulares y conveniencias de coyuntura. Un espacio manipulado de manera artificial, sin proyecto susceptible de alumbrar un alma colectiva ni tampoco liderazgo, donde a la sombra de las vacas flacas rebrotan con fuerza pulsiones y atavismos altamente peligrosos tales como el nacionalismo, el odio de clase, el revanchismo o la demagogia.
Marine Le Pen encarna a la perfección la enfermedad contagiosa fruto de esa realidad que infecta nuestras sociedades y se extiende como una gangrena. La peste de los frustrados a quienes se prometió un cielo al alcance de la mano que de pronto se desvanece sin ofrecer alternativa. La rabia de aquellos que no pueden o no quieren competir en un mundo implacable donde, para mayor escarnio, los venidos “de fuera”, los inmigrantes atraídos por el Estado del bienestar, desplazan a los nacionales en la obtención de ayudas, muy mermadas ya por la crisis, e incluso en la consideración de sus propios “intelectuales de chaise longue”, siempre prestos a defender cualquier manifestación cultural foránea, por irrespetuosa que ésta sea con los valores locales. La tendencia primaria a volver a la “tribu”, refugiarse en el vientre de la patria chica y renegar de todo lo ajeno al terruño, percibido como una amenaza. El recurso fácil de caer en la dialéctica pobre/rico; pueblo/oligarquía; gente/trama; bueno/malo. En todos esos caladeros ha echado sus redes la Juana de Arco del Frente Nacional en el afán de conquistar el poder y en todos ha pescado sufragios. Demasiados como para quedarnos tranquilos pensando que ha fracasado.
Esta vez hemos superado el trance, pero el mal sigue ahí, junto a las causas que lo provocan. En Estados Unidos alcanzó la Casa Blanca de la mano de Donald Trump. En el Reino Unido entró con Nigel Farage y provocó nada menos que el Brexit. En Alemania alimenta el neonazismo. En España cobra distintas formas que van desde el separatismo catalán o vasco a la extrema izquierda de Podemos, muy próxima a Le Pen en la eurofobia, algunos de cuyos rasgos empiezan a propagarse en el PSOE.
La cura está ante nuestros ojos aunque nos neguemos a verla: volver a los principios sobre los que se construyeron nuestras democracias. Recuperar valores tales como la honestidad, el mérito, la constancia y el esfuerzo. Desenterrar de entre tanto papel inútil las señas de identidad que definieron la mejor Europa. Ojalá que el jovencísimo Macron sepa andar ese camino.
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