Los negros ahogados
ABC, 27-03-2006
¿SE imaginan la zapatiesta que se habría montado si un Gobierno de derechas se hubiera cruzado de brazos ante un informe que alertase de la muerte masiva de inmigrantes frente a las costas canarias? La izquierda se habría rasgado las vestiduras, calificando la omisión de socorro de inhumanidad monstruosa propia de regímenes fascistas; la prensa adversa, después de calificar tan luctuoso suceso de «catástrofe humanitaria sin precedentes», habría orquestado ruidosas campañas que exigirían la dimisión de los altos cargos implicados, a los que se acusaría de despreciar los más elementales derechos humanos; y, en fin, se habrían convocado manifestaciones por doquier, encabezadas por esos adalides de las causas sociales a quienes sólo se les remueve la conciencia cuando atisban la oportunidad de aprovechar el sufrimiento ajeno en beneficio propio. Como quien se ha cruzado de brazos y ocultado la mortandad es un Gobierno de Progreso, aquí calla hasta el apuntador. Y ni siquiera nos resta el consuelo de excusar tan estrepitoso silencio aduciendo que la opinión pública se halla engolfada en golosinas de «alto el fuego»; pues ya hace unos meses, cuando se supo que el Gobierno español devolvía a Mohamed los negros que habían asaltado la valla de Ceuta y Melilla, para que los entregara como carnaza a los alacranes del desierto, la reacción de connivencia fue la misma.
Lo cual nos obliga a concluir que las vidas de estos negros (por supuesto, un progre como Dios manda no se tiznaría la boca llamándolos negros) no son valiosas en sí mismas, sino en función de las circunstancias. Encaramada en ese trono olímpico que le ha permitido arrogarse la paternidad de las causas nobles, dejando para el adversario político la autoría de cuantas calamidades afligen al ser humano, la izquierda ha alcanzado un nuevo finisterre de impunidad moral. Lo que sólo puede ser calificado como una incalculable abyección cuando gobierna el adversario se convierte, como por arte de birlibirloque, en un venial e irrelevante desliz cuando gobiernan ellos. El caso que nos ocupa delata, además, cómo nuestra época ha empezado a consagrar una visión utilitaria de las vidas humanas, que ya no están dotadas de una dignidad intrínseca, sino que, por el contrario, pueden usarse según convenga como espantajos reivindicativos o bien ser recluidas en el desván de los cachivaches obsoletos. Se postula una concepción puramente «funcional» del ser humano: existen vidas «útiles» (aquellas cuya dignidad merece defenderse, no por su valor intrínseco, sino porque su defensa depara réditos ideológicos) y vidas «inútiles», meros despojos que pueden ser tratados como tales, porque su dignidad ya no es algo inscrito en su naturaleza, sino un reconocimiento que se les otorga o se les niega a discreción. Vidas «útiles» son, por ejemplo, las que diariamente pueblan los partes de la guerra de Irak; vidas «inútiles», las de estos negros ahogados ante las costas canarias.
Frente a esta visión utilitaria, todavía quedamos algunos dinosaurios que ciframos la dignidad de cada persona en una ley natural que trasciende vicisitudes históricas y razones de pura conveniencia. Esos negros ahogados ante las costas canarias, antes que ilegales o apátridas o «sin papeles» o como queramos designarlos, son sujetos de un derecho que no conoce fronteras ni procedimientos administrativos, un derecho previo a toda forma de organización política que nos exige afrontar su muerte desde presupuestos más exigentes y elevados. Pero ya se sabe que la izquierda descree de la existencia de una ley natural: resulta mucho más cómodo enjuiciar las acciones sobre la marcha, dependiendo de la coyuntura, con esa libérrima licencia para repartir bulas y anatemas que proporciona estar encaramados en un trono de impunidad moral.
JUAN MANUEL DE PRADA
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