El ruido de los prejuicios
"Vete a tu puto país" o "eres colombiana, no te hagas la estrecha" son algunas de las lindezas que Bibiana ha tenido que escuchar desde que vive en España
El País, , 14-02-2017Mientras abría mi cartera para guardar el DNI y el pasaporte recién hechos, aun calentitos y listos para iniciar con ellos otros diez años de trajinar por lugares en los que necesitaré identificarme como ciudadana española, el recuerdo de mis casi 17 años de vida en este país pasó por mi cabeza y se depositó en forma de mariposas, aleteando en mi estómago.
Con estos dos documentos que abren puertas y otorgan derechos de manera automática, salí de la comisaría pensando en que la tranquilidad por considerarme “legal”, contrasta de manera insultante con la incalculable cifra de vidas sacrificadas para conseguir esos mismos papeles que yo obtuve sin ningún impedimento; como insultante también resulta que, dependiendo de la mano que sostenga esos “papeles”, una parte de la sociedad ve a la otra de manera distorsionada, sospechosa, amenazante y, en muchos casos, ni tan siquiera la ve.
Las razones
Dentro de las numerosas razones de migración del ser humano, la mía se clasifica en el apartado más pequeño de la tarta que mide los movimientos demográficos en el mundo, esa que por dispar los expertos en estadística no saben cómo llamar y a falta de clasificación la titulan como “otras”. Yo llegué a España por total curiosidad, el amor hizo que me estableciera temporalmente y una gran dosis de arrojo y valentía me empujó a tomar la decisión de quedarme en Madrid y hacer de esta ciudad mi rincón favorito para habitar el planeta.
Aunque si bien es cierto he corrido con mucha suerte y el balance, mírelo por donde lo mire siempre me muestra saldo a favor, a lo largo de estos años no han faltado los momentos en que alguien, de alguna forma, me ha recordado mi condición de extranjera, de inmigrante y, por supuesto, de colombiana. Gracias a que no he perdido mi marcado acento bogotano, creo que mientras exista la discriminación según el punto geográfico en que hayamos sido paridos, mi forma de hablar será siempre esa línea invisible, pero presente de manera constante, en la forma en cómo en determinados momentos y espacios se me mire y valore.
Con la frase ‘eres colombiana, no te hagas la estrecha’, aterricé en la realidad de las cosas con las que, por mi condición de mujer colombiana, me iba a encontrarMi entrada a España fue por el Principado de Asturias y a los pocos meses de llegar entendí el por qué un español de los de “toda la vida” me recomendó que, cuando me viera ante una situación intimidante, dejara caer deliberadamente mi carné de prensa y así, con un simple gesto, quedaría claro que “pese” a ser inmigrante, era periodista y con ello me garantizaba no correr el riesgo de ser mirada como a una colombiana “común y corriente”.
Confieso que el consejo me parecía excesivo en una sociedad abierta a la inmigración dada su diáspora durante la guerra civil para “hacer las Américas”, algo que (salvo algunos casos, afortunadamente aislados) les atribuye una sensibilidad especial con los expatriados. Más adelante entendí que haber echado mano de tal recomendación en algún momento dado, no hubiese impedido que en el ejercicio de mi profesión, con el estatus que me abría puertas en cualquier rincón del Principado trabajar para un reconocido periódico de la región, en algunos momentos fuera tratada como si llevara una luminosa letra escarlata colgada al cuello con una enorme P, y no propiamente de periodista.
El ruido de los prejuicios
Los prejuicios ante los inmigrantes no dependen de la educación, la edad, la condición social, ni mucho menos de la esquina del planeta en el que nos corresponda nacer. Los prejuicios son humanos y como tal, están presentes en todos nosotros, solo que algunos los exteriorizan según qué zona de su parcela vean amenazada y la intensidad con que lo hacen depende también de su calidad personal, esa que ni se hereda, ni se compra, sino que simplemente se tiene. O no.
La primera persona que aludió a mi procedencia fue un hombre mayor, con título nobiliario, perteneciente a una familia de reconocimiento público y formado en algunas de las más prestigiosas universidades del mundo y con quien compartí mesa durante una cena de trabajo. Sin ningún reparo, aquel hombrecillo se atrevió a invitarme —eso sí, muy educadamente y con las más exquisitas formas— a un prostíbulo cercano al exclusivo club de golf en el que nos encontrábamos. Ante mi cara de desconcierto y luego de argumentarle que se había equivocado de persona y lugar, su respuesta me dejó aun más aturdida y sin palabras: “eres colombiana, no te hagas la estrecha”, frase que como es obvio, me aterrizó en la realidad de las cosas con las que, por mi condición de mujer colombiana, me podía encontrar de ahí en adelante.
Los individuos que con tan cortas miras caen en el encasillamiento fácil de la inmigración no representan a la España amable, abierta, diversa, tolerante y plural que me ha acogidoSegura estoy de que la educación, o la condición social no son el acicate para que una parte de la humanidad etiquete a otra con trillados estereotipos, pues en un concurrido evento de un club de fútbol en un barrio muy popular de Oviedo, integrado en su mayoría por trabajadores de fábricas con escasa formación académica, me estrellé de nuevo con una situación que me recordó mi condición, además de mi nacionalidad.
Cuando la esposa de uno de los jugadores descubrió mi origen, tiró mi grabadora al suelo y aireadamente, como si de algo personal entre las dos se tratara, me insultó a voz en cuello y de paso con gritos histéricos informó a la audiencia de la sala en la que nos encontrábamos, que todas las colombianas que veníamos a España lo hacíamos con intención de “robar” sus maridos. Esto, además de sentenciar que en la ciudad ya había suficientes periodistas como para que un medio como en el que yo trabajaba, contratara a gente de mi clase. No sé exactamente a qué clase se refería la dama en cuestión, pero luego de sobreponerme a la impotencia que me dejó aquel triste espectáculo, pensé que se refería al hecho de ser una mujer joven, profesional e independiente, (una especie que suma millones y millones de personas en el mundo) cualidad que al parecer, amenazaba su noble condición de ama de casa de un pequeño pueblo, en una esquina de Europa.
Algunos otros hechos aislados también me han recordado mi categoría de extranjera, como el día en que haciendo fila en la caja de un supermercado, una mujer de mediana edad me mandó, además de “a la mierda”, a mi país porque según ella, en España la gente como yo sobraba y conforme a su imaginario, este detalle me negaba el derecho a pedirle que esperara su turno en la fila; o, cuando quise pedir respeto para una adolescente a la que, por guapa, tres chicos estaban irrespetando verbalmente en el metro y fui callada siendo invitada, nuevamente, a regresar mi “puto país”.
La lista de momentos bochornosos como los mencionados es algo más larga y a ellos debo sumar las incontables ocasiones que en distintos escenarios y con muy distintas personas, he tenido que escuchar insinuaciones socarronas sobre si llevo en la cartera algunos gramos de esos polvitos blancos que tanta demanda tienen en Europa. Aunque si bien es cierto el narcotráfico no me define y en nada me identifico con su cultura, no deja de resultarme incómoda la recurrencia a esta generalización de los colombianos a lo largo y ancho del planeta, como si esta fuera la única identidad que nos corresponde a quienes venimos de un país tan diverso como lo es Colombia.
Aquí estoy y aquí me quedo
Las mariposas que revolotearon en mi estómago con mi segundo pasaporte, son las mismas que sentí cuando hace diez años recibí el primero y son las mismas presentes cada vez que pienso en todas las puertas que España me ha abierto, en la calidad de vida que me ha brindado y en la familia que, a través de los amigos, me ha regalado. Ningún incidente de esos que aparecen de vez en cuando para recordarme mi procedencia ha hecho que mi amor por este país y mi sentido de pertenencia a su sociedad y cultura cambien o se distorsionen.
Una mujer de mediana edad me mandó, además de a la mierda, a mi país porque según ella, en España la gente como yo sobrabaNo sé en qué categoría tendría que clasificar cada una de las veces que me he visto ante agresiones verbales a mi persona: ¿Racismo? ¿Xenofobia? ¿Discriminación? ¿Odio? No tengo la respuesta. Los individuos que con tan cortas miras caen en el encasillamiento fácil de la inmigración no representan a la España amable, abierta, diversa, tolerante y plural que me ha acogido; como estoy segura que yo tampoco represento a la Colombia que algunos conocen y desprecian: la del narcotráfico, la violencia y la prostitución.
Reflexiono únicamente sobre mi experiencia personal sin abandonar el sentir colectivo de quienes por necesidad, obligación —o curiosidad—, en la búsqueda del horizonte más allá de una frontera ven amenazados, vulnerados o eliminados todos sus derechos y acuden impávidos a la subasta de su dignidad sin que el mundo haga nada al respecto.
Las mariposas de tranquilidad en mi estómago se mezclan con las del vértigo que me da, ya no solo ser parte de un innumerable colectivo en potencial peligro de rechazo, discriminación y marginación, sino pertenecer —además— al otro colectivo (también incalculable) de seres que desde la comodidad de occidente, del norte y de la “legalidad”, observan como objetos pasivos el retroceso de nuestra especie, asumiendo el papel de simples espectadores en este canibalismo global que excluye y discrimina. Siento vértigo cuando pienso que con el silencio de nuestra comodidad estamos acudiendo a la pauperización de la dignidad humana y siento pánico cuando veo que la mitad del planeta está pidiendo a gritos algún gesto de amor —porque la movilidad tiene que ser un derecho humano irreductible— y, la otra mitad, mira para otra parte.
(Puede haber caducado)