Inquietud ante la inmigración

HAY QUE consensuar valores que incluyan las nociones de democracia, libertad, igualdad y solidaridad

La Vanguardia, 20-03-2006

Muchos ciudadanos de países del sur de Europa observan con creciente inquietud y preocupación los violentos hechos que acaecen en Francia, sobre todo los del otoño del año pasado. Temen que acontecimientos de esta especie puedan reproducirse también en sus países dado que Grecia, España e Italia se han convertido en nuevos anfitriones de inmigración en el último decenio. En el marco de este clima negativo, los gobiernos de los países del sur de Europa muestran crecientes reparos a propósito de la adopción de un modelo multicultural de integración y ciudadanía, aun cuando numerosos intelectuales – y parte de las elites políticas – reconocen la necesidad de integrar a los inmigrantes y no sólo económica sino también social y culturalmente.
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¿Cuál es, no obstante, la cuestión esencial que cualquier proceso positivo y logrado de integración de las minorías culturales en el seno de las democracias occidentales debe afrontar?
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Algunos argumentan que se trata de una cuestión de orden cuantitativo y proponen un umbral numérico más allá del cual la inmigración se convierte en una fuerza desestabilizadora para el país de recepción. De acuerdo con este enfoque, algunos razonarían diciendo que si la inmigración sobrepasa el nivel del 8% o el 10% de la población total, se convierte en un factor peligroso para la estabilidad cultural de la sociedad. Otros sostendrían que la cuestión estriba en el ritmo al que llegan y se asientan los inmigrantes en el país receptor, que no debe sobrepasar un incremento de un 0,5% anual. Desde mi punto de vista, depositar tal confianza y criterio de autoridad en el factor numérico es una actitud equivocada. La cuestión gira más bien en torno a la identidad y procedencia de los inmigrantes: cuál es su país de origen, sus tradiciones culturales y su religión, sus rasgos sociodemográficos. Las sociedades receptoras de inmigración pueden hacer gala de una tolerancia mucho mayor hacia los inmigrantes cultural o históricamente afines a ellas que con respecto a los inmigrantes cultural o étnicamente ajenos a las mismas. Por otra parte, los inmigrantes más formados y preparados suelen ser mejor acogidos y aceptados que sus congéneres menos formados.
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Llegados a este punto, cabe preguntar: ¿cuáles son las principales cuestiones de orden cualitativo que debería tomar en consideración una lograda integración? ¿La de la religión? ¿La de la raza? ¿O las de las afinidades culturales o históricas con la sociedad receptora? Desde mi punto de vista, todos estos elementos desempeñan su función. Evidentemente, en el caso de la sociedad española es más fácil integrar a los inmigrantes latinoamericanos que a los chinos.
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Sin embargo, en ocasiones una población próxima desde el punto de vista histórico como puede ser el caso de los marroquíes en España, los albaneses en Grecia o Italia o los argelinos en Francia puede plantear los problemas más arduos y espinosos en términos de integración. Circunstancia que suele guardar relación, precisamente, con ese factor de proximidad y cercanía: tal como sostienen los psicólogos sociales, cuando el país en cuestión se siente o es próximo al inmigrante es cuando éste percibe más intensamente la amenaza.
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Desde mi punto de vista, un modelo exitoso de integración de minorías inmigrantes debería basarse en menor medida en principios esenciales y en mayor medida en los procesos y medidas involucradas en la cuestión. En primer lugar, debería consensuarse un conjunto de valores fundamentales entre la población autóctona y la población inmigrante o perteneciente a determinadas minorías ya asentada en el país. Valores que normalmente deben incorporarse a la Constitución vigente y que incluyen las nociones de democracia, libertad, igualdad de oportunidades y solidaridad social. Sobre la base de estos valores, el Estado debería instituir una serie de procedimientos y medidas tendentes a la admisión y atención a las necesidades y reclamaciones de las nuevas poblaciones inmigrantes. Estas iniciativas deberían funcionar a nivel individual – cuando un inmigrante residente o un ciudadano expone y eleva una queja o reclamación al Estado – , pero también a nivel colectivo, cuando una minoría solicita el reconocimiento oficial de sus valores y tradiciones. Las medidas establecidas por el Estado deberían, en consecuencia, dar pie a la existencia de un ámbito social y político apto para que el grupo minoritario pueda expresar su identidad cultural o religiosa, siempre y cuando sus valores no se hallen en franca oposición con los principios esenciales antes mencionados. Última cuestión – no menos importante – estas iniciativas y medidas deberían resultar en la plena incorporación de la población inmigrante. Nunca debería darse un elemento de rechazo absoluto hacia un grupo específico, si bien deberían aplicarse los criterios y normas correspondientes relativos al plazo de estancia y otros requisitos (respeto a los principios básicos y esenciales, y procedimientos antes mencionados) que han de guiar y fundamentar la forma de integración de los inmigrantes.
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