Nuevos prismas del racismo

EL FENÓMENO NO SE entiende si se omite su nexo con el temor ante el impacto de la globalización sobre las identidades y la soberanía

La Vanguardia, 20-03-2006

Numerosos países distinguen la jornada de mañana martes mediante un compromiso oficial en la lucha contra el racismo. ¿En qué estadio nos encontramos, con ocasión de esta fecha simbólica, en la cuestión del racismo y el antisemitismo, dos fenómenos que, como todo el mundo puede comprobar, han cobrado renovado impulso – bajo distintas formas – en toda Europa?
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El incremento del racismo se ha hecho notar en primer lugar en el Reino Unido. Desde un primer momento, el politólogo Martin Baker, en su libro The new racism que, tradicionalmente, explicaban, según su punto de vista, la inferioridad intelectual de sus miembros – , justificando a partir de ahí su explotación en las relaciones de dominación en el marco colonial pero también poscolonial en cuyo seno la inmigración es objeto de archiexplotación por motivos de raza, tanto en el medio rural como industrial. El nuevo racismo postula más bien el carácter irreductible de las diferencias culturales propias de los grupos en cuestión para deducir de ellas, acto seguido, que sus miembros no tienen sitio en la sociedad de recepción, constituyen una amenaza para sus valores y su identidad nacional y que es menester mantenerles aparte, rechazarles e impedirles que invadan el país. Simplificando: el racismo clásico parte de una representación física o biológica de la alteridad para, ante todo, considerar inferiores a ciertas personas; el nuevo racismo tiene su origen en una representación cultural o religiosa de la alteridad para, ante todo, segregar, rechazar, incluso eliminar o destruir.
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De hecho, esta distinción no debe adoptarse sin más, sino que, más bien, ha de proporcionar elementos para analizar el racismo contemporáneo, que combina las dos dimensiones, la clásica y la nueva (en realidad, no tan nueva). En cualquier caso, es menester atribuir a esta última un peso relativo mayor que en el pasado. Los aspectos culturales y religiosos del racismo revisten efectivamente hoy en día una importancia considerable que, sin embargo, no debe hacer olvidar sus aspectos sociales: la indiferencia y el desamparo, la exclusión, las dificultades económicas de las víctimas. En la actualidad, esta manera de encarar el problema predomina en toda Europa; ha ido descendiendo de norte a sur y se ha impuesto, después del Reino Unido, en Francia, Bélgica, Alemania, Italia, España y Portugal. Añádase una constatación: el hecho de que la fragmentación cultural y social genera la aparición de grupos diversos cuyas relaciones recíprocas pueden verse teñidas de racismo. El racismo experimenta una fragmentación de tal forma que cabe constatar también la existencia de un racismo contra los blancos.
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Pero, más que hablar de racismo en términos generales, ¿no habría que prestar atención específica a sus manifestaciones más tangibles? Durante los años ochenta y noventa, el debate se hallaba dominado por la idea de un combate urgente que librar tanto en el plano ideológico como político, sobre todo si una fuerza política de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia, podía capitalizar e integrar el mal en su discurso. Y es así como, a una movilización frontal, han venido a suceder en una fase posterior diversas iniciativas y medidas institucionales limitadas, dado su carácter circunscrito a objetivos específicos, orientadas a luchar contra formas elementales del racismo, empezando por las discriminaciones en ámbitos y sectores muy determinados: el empleo, la vivienda, la enseñanza, el tiempo libre, la participación política, etc. En este caso, resulta pionera la política del Reino Unido, tal vez porque allí la lucha contra el racismo nunca se ha diferenciado grandemente de un reconocimiento de los derechos de las minorías, aceptadas en el espacio público y social, contrariamente por ejemplo a la cultura política francesa, que sólo quiere ver individuos.
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Consideremos ahora la cuestión del antisemitismo. Europa pudo pensar que tras el nazismo, casi unánimemente reprobado, dadas las cimas inéditas que alcanzó su barbarie, se había librado definitivamente de toda tentación antisemita. De hecho, también en este caso hay que hablar de un cambio, en especial desde principios del año 2000.
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Indudablemente, hay que recordar que el viejo antisemitismo no ha desaparecido; se reactivó, incluso, desde los años setenta con las tesis negacionistas,según las cuales las cámaras de gas son una ficción, y con la idea según la cual los judíos hacen del holocausto un negocio, una industria próspera al servicio de sus intereses y, sobre todo, de los del Estado de Israel. Sin embargo, el antisemitismo ha revestido también otras significaciones. Por una parte, brota entre sectores politizados de izquierdas y más aún de extrema izquierda, cuando el odio al Estado de Israel, tachado de violentamente colonizador, se amplía a los judíos en general para añadirse a los prejuicios clásicos (sobre los judíos y el dinero y, por tanto, el capitalismo, o sobre su supuesta influencia en Estados Unidos y su papel en el imperialismo norteamericano).
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Por otra parte, el nuevo antisemitismo se halla presente entre la población procedente de la inmigración reciente, sobre todo la árabe – musulmana. Encuentra entonces sus fuentes en una historia y una cultura hostiles a los judíos, pero también y especialmente en dos clases de identificación: con la causa palestina en su vertiente más radical y con el islamismo, en guerra con Occidente, acusado a su vez de estar dirigido por los judíos: el choque de civilizaciones tan caro a Samuel Huntington.
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Incremento del racismo, retorno del antisemitismo: ambos fenómenos, en la Europa actual, dan muestra de la existencia de lógicas globales en las que se conjugan dimensiones planetarias y un anclaje en sociedades nacionales.
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No se entiende el racismo contemporáneo si no se toman en consideración los movimientos migratorios de los que suelen proceder sus propias víctimas pero también en ocasiones sus autores, o si se minimiza el impacto internacional tanto de los actos racistas como de las políticas antirracistas. No se entiende tampoco si se pasan por alto sus vínculos con los temores que suscita el impacto de la globalización sobre las identidades nacionales y la soberanía, así como sobre la vida económica y social de la sociedad en cuestión. No se entiende bien si no se supera efectivamente el marco del Estado nación en cada caso. El asunto de las caricaturas danesas acaba de enseñarnos que lo que para unos indica libertad de expresión puede experimentarse en el sentir de otros como una expresión de racismo, en este caso de antiarabismo e islamofobia. De igual manera, el antisemitismo es global y se dirige contra una población incardinada a un tiempo en numerosos países, relacionada de hecho con el Estado de Israel, y actúa a impulsos del odio a escala planetaria, beneficiándose de la compresión de las coordenadas de espacio y tiempo facilitadas por las modernas tecnologías de la comunicación. Por último, precisamente porque el racismo, como el antisemitismo, son realidades teñidas crecientemente de matices e implicaciones culturales – y no sólo ni principalmente físicas o biológicas – , ambos fenómenos se renuevan entretejiendo lazos correspondientes con las memorias colectivas. El odio a los judíos, los negros, los árabes, por ejemplo, introduce de forma creciente un discurso de pretensiones históricas que suscita de hecho una avivada e intensa rivalidad de las memorias…
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Muchas víctimas del racismo contemporáneo se refieren al pasado para llamar la atención sobre el hecho de que su desgracia e infortunio actuales deben referirse necesariamente a una historia dramática en cuyo seno desfilan negreros, colonizadores y otros opresores por igual. En esta perspectiva, la ignorancia, la negación o la minimización de esta historia son consideradas distintivos de racismo.
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La memoria histórica se convierte en un elemento del discurso antirracista y se moviliza a su servicio, como así también – a la inversa – hace lo propio para promover tesis racistas o antisemitas; por ejemplo, cuando descendientes de esclavos acusan a los judíos de haber desempeñado un papel destacado en la trata de negros. La historia deja de ser el monopolio de los dominadores y de constituir un discurso nacional más o menos ciego a juicio de los vencidos: es instrumento de toda clase de usos y enfoques sociales y políticos.
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De este modo, la cuestión del racismo, como la del antisemitismo, desbroza una senda inédita en el seno de sociedades que, en adelante, ya no pueden seguir creyendo en ningún pretendido ocaso ineluctable de estos dos azotes.
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