Siete caras de la emergencia griega
El Periodico, , 08-01-2017Grecia, afectada por una profunda crisis económica, carga con la mayor parte del peso de la emergencia provocada por la abrupta llegada de miles de refugiados e inmigrantes. Aunque el pacto entre la Unión Europea y Turquía ha reducido el número de pateras que se aventuran en el peligroso cruce del Egeo desde costas turcas, el goteo continúa.
Según el Gobierno de Atenas, casi 63.000 personas permanecen atrapadas en el país heleno a la espera de una respuesta a su situación. De ellas, más de 15.500 están en pequeñas islas del Egeo como Lesbos, Quíos y Kos, donde su sola presencia provoca un creciente malestar entre los habitantes locales. Casos aislados de hurtos o peleas sirven para estigmatizar al colectivo entero a ojos de algunos autóctonos, y grupos como el neonazi Amanecer Dorado aprovechan la situación para ampliar sus simpatías y su impacto.
Kurdo – siria. 28 años. Aguarda en el centro de Vial, en la isla de Quíos, junto a sus dos hijos, de 4 y 2 años.
Quedan pocos días para que Beri Nadim y su familia abandonen el centro de detención de Vial, en la isla griega de Quíos, y sean trasladados a la Grecia continental. Una serie de protestas por parte de los refugiados e inmigrantes allí confinados consiguió que Vial se convirtiera en un centro de régimen abierto, así que ahora Nadim y los suyos no tienen que estar confinados a su barracón y el terreno de alrededor. La refugiada cuenta que de vez en cuando hay violencia en Vial, algo que le preocupa más por sus dos hijos que por ella misma.
“Somos de Kobani y nos fuimos de allí por culpa del Estado Islámico”, comenta, y hace un gesto con la mano como si alguien la estuviera degollando. Aquello fue hace dos años, cuando la localidad (en el norte de Siria, fronteriza con Turquía y cuya liberación a principios del 2015 por parte de las milicias kurdo – sirias fue un hito en la lucha contra el Estado Islámico) estaba en manos de los yihadistas.
Su hijo pequeño, de 2 años, reclama su atención y la madre le revuelve el pelo y le sonríe. “Este nació en Turquía”, cuenta. Allí pasaron un año, y es un capítulo de su viaje que prefiere recordar poco, como la mayoría de los refugiados entrevistados. De tierras turcas se fueron en patera, como cientos de miles más, y llegaron a Quíos, donde languidecen desde hace 10 meses.
El hijo mayor tiene 4 años y corretea libremente por el campamento. El de Nadim y su familia es uno de los casos considerados prioritarios o vulnerables en el sistema de proceso de las solicitudes de asilo: sirios (para la comunidad internacional, la de Siria es la guerra de moda, lo que crea no poco resquemor entre los refugiados de otras nacionalidades) y familia con niños pequeños. Por eso viajarán en breve a Atenas, donde estarán en campamentos menos congestionados que los de las islas helenas. “Quiero ir a Alemania”, señala, aunque no teniendo familia allí y, por lo tanto, no pudiendo optar a la reunificación familiar, Nadim contará con poca capacidad de elección de su destino.
Afganistán. 26 años. Vive con su mujer y su hermano en el centro de detención de Vial, en Quíos.
Ajmal Shamrize está esperando a su mujer y a su hermano, encargados hoy de recoger la comida que reparten los cocineros vascos del proyecto Zaporeak como cada día desde hace meses justo a la entrada del campamento de refugiados de Souda, en Quíos capital, en la homónima isla griega. Está sentado junto a un niño también procedente de Afganistán y ambos se entretienen haciendo aviones de papel.
Shamrize lleva dos semanas viviendo en el centro de detención de Vial, en Quíos, pero este es de régimen abierto y le permite libertad de movimiento por la isla, como para ir a comer a Souda, donde los alimentos son mejores. “Comparado con Turquía y Afganistán, me siento en el paraíso”, asegura. En la fila del reparto hay mucho ruido y sugiere que nos vayamos a hablar cerca de la orilla. Llegó allí en una de las pateras fletadas por traficantes desde Turquía. Fue el encargado de pilotarla. En su cruce del Egeo, donde solo en el 2016 perecieron al menos 429 personas, no tuvo percances. “Vine aquí porque trabajé como intérprete para las tropas de EEUU, porque se me da bien hablar inglés”, relata. “Pero cuando estos se fueron, el estigma de haber trabajado con el ‘invasor’ me persiguió. Los talibanes me buscaban”. Por eso, decidió huir junto a su mujer y su hermano. Aquí al menos está seguro.
La mujer de Shamrize llega con la comida y al afgano le falta tiempo para ofrecer su almuerzo al entrevistador. “¡Come! Seguro que tienes hambre”. Ya ha entendido que tardará meses en obtener una respuesta a su solicitud de asilo en Grecia y ve que los pasatiempos son inexistentes. Así que está intentando reclutar alumnos para darles clases de kung – fu. “El kung – fu te hace mejor persona”, asegura.
Grecia. 55 años. Empresario turístico de la isla de Quíos.
“Siempre hemos tenido unos pocos refugiados en la isla, pero desde mayo del 2015 quedó claro que la situación iba a cambiar”, enuncia el empresario Kostas Tanianis. “Tuvimos llegadas muy numerosas el año pasado en verano y el panorama era muy distinto al de ahora. La gente colaboró durante cuatro meses, pero luego no podíamos hacer frente con nuestros recursos. Y las autoridades locales decidieron empezar con el campamento de refugiados de Souda”.
Tanianis cuenta que últimamente ha notado un aumento en el número de habitantes de Quíos que está en contra de los refugiados. “Piensan que si los refugiados no estuvieran aquí, la economía iría mejor. Pero algunas cosas son inevitables. Por ejemplo, en el 2015 decidimos cambiar de Gobierno. ¿Por qué? Porque alguien nos estaba diciendo que reducirían la deuda, que la situación económica mejoraría… Era algo que todo el mundo quería escuchar. Pero era falso. Y pronto nos dimos cuenta. Esto mismo pasa ahora”, ilustra.
Para el restaurador, nada hará que Quíos deje de estar frente a Turquía, ni que Turquía deje de tener muchos refugiados. “Hasta que no nos demos cuenta y sigamos con los ojos cerrados deseando que desaparezcan, no lo solucionaremos”. Por eso Tanianis aboga por seguir trabajando en la mejora de la atención humanitaria y cree que, incluso desde el punto de vista financiero, se pueden conseguir recursos y hacer que el problema no afecte a la economía local.
“Al principio ayudé, pero vi que hacía falta algo más. Me vienen recuerdos de mi familia: mi abuela vino de Turquía como refugiada. Históricamente me toca. Ahora mismo, tengo en casa a una familia siria desde hace más de dos meses”. Tanianis cuenta también que ha tenido problemas por ayudar a los refugiados. Algunas personas opuestas a su presencia le han insultado, amenazado e incluso atacado su restaurante y los proyectos en los que colabora. “Pero no me siento amenazado matiza el griego. Me da pena”.
Bakhlan (Afganistán). 47 años. Está acampado en el antiguo aeropuerto de Atenas, en Elliniko.
La tienda de campaña de Dawud Amini, excomandante del Ejército afgano con 470 soldados a su mando, está entre las puertas de embarque 20 y 21 del antiguo aeropuerto de Atenas, una terminal abandonada reconvertida en el campamento de refugiados en Elliniko. Él se ha erigido en uno de los cabecillas y se encarga de organizar los turnos de limpieza en el recinto. Su autoridad, sin embargo, no alcanza a todos: “A veces algunos jóvenes beben y molestan a las mujeres cuando van al baño. Les he dicho que no beban, pero no me puedo enfrentar yo solo a ellos. Beben porque no tienen nada mejor que hacer”, explica.
Amini que tiene dos familiares en Berlín, su destino deseado lamenta el estancamiento que viven en Elliniko los 600 afganos que, como él y su familia, llevan 10 meses en el edificio. “La ONU nos dio 200 dólares una vez y estamos esperando a que nos den algo más. Pero no vine a Europa para que me dieran dinero, sino para poder ganarme la vida”, comenta. Y habla de la insalubridad del lugar, del frío de las noches y de la falta de atención médica. “Mi hija está mala del estómago y los médicos le han dicho que beba agua. Pero no se le pasa”. Un rato después, ante la sospecha de apendicitis, llaman a una ambulancia, Amini se despide y parte con su hija.
Londres. 26 años. Coordina la única escuela para refugiados en la isla de Quíos.
Nick Millet habla rápido y de forma apasionada sobre los resultados que está dando la única escuela a la que pueden asistir los refugiados en la isla de Quíos, con 80 plazas de primaria y 50 de secundaria. Además, al tener a los niños en la escuela, evitan que estos languidezcan en los campamentos de refugiados o pasen el día en la calle, algo que los padres aprecian y agradecen. La asistencia es voluntaria y, dice Millet, los niños que acuden una vez, vuelven siempre que pueden.
“La organización Be Aware and Share [algo así como ‘ten conciencia y comparte’] tiene el mandato de responder a lo que vemos que hace falta, lo cual es una buena forma de funcionar. Hemos creado un sistema educativo aquí, no solo una escuela”, cuenta orgulloso Millet.
“En el mundo humanitario es difícil ver el impacto de tu trabajo, pero aquí lo ves. Educas a niños que no han ido jamás a una escuela y que están traumatizados. Puedes ver la diferencia en su conducta cuando están en las aulas. Y la realidad es que, si no estuviéramos aquí, no habría un lugar seguro para estos niños”, puntualiza. El británico añade: “Las clases no están todas llenas, pero casi. Y la mayoría de los menores que acuden son afganos”.
Damasco (Siria). 12 años. Vive en el campamento de refugiados de Eleonas. En febrero se reunirá con su padre en Alemania.
“¡Hola! ¡Hola!”, saluda Hayat Abusilah desde su barracón en el campamento de refugiados de Eleonas, en Atenas, invitando a empezar un conversación. En su cubículo conviven ella, un hermano mayor, otros dos hermanos menores y su madre, que reparte con parsimonia la comida de hoy entre los niños mientras fuma. Ha cocinado ella porque la comida que reparten las oenegés se quejan los niños no es especialmente apetecible. Están todos sentados en el suelo, ya que el único mobiliario de su habitación son dos literas.
Hayat y su familia son de Damasco, la capital siria. La niña, morena y de ojos grandes y despiertos, tiene 12 años y habla inglés con mucha soltura. “Llevamos aquí un mes explica la pequeña, y dentro de poco, el 12 de febrero, tenemos el billete para ir a Alemania con mi padre y mi hermano mayor, que ya están allí”.
Como en otros muchos casos, el sistema de asilo da prioridad a los sirios. Ser familia y aspirar a la reagrupación familiar reduce notablemente el tiempo de espera. Varios casos más se concentran en el mismo campamento en el que vive Hayat, en Eleonas, donde residen sobre todo familias, menores no acompañados y demás grupos vulnerables.
“Me paso el día jugando. Cuando estábamos en Quíos [la isla del Egeo a la que llegaron en patera desde Turquía] sí iba a la escuela. Pero aquí no, no me apetece”, cuenta. “Ya iré en Alemania”, dice. De hecho, le gustaría ser médico. Su hermano mayor, Ade, sí va al colegio, pero dice que no le interesa aprender griego, porque están solo de paso.
“¿Y tú qué haces por aquí? ¿Trabajas para la ONU?”, se interesa. “¡Ah! ¡Periodista! Hazme una foto, por favor. ¿Puedo verla? Una más”, pide, animada. Se va corriendo de la habitación y cruza a la sala opuesta del barracón, donde vive otra familia. Sale de ella con otra niña. “Mira, esta es mi amiga Rama, que también es de Siria. Viven aquí al lado. Haznos una foto, por favor. ¿Nos haces otra más con su madre?”.
Afganistán. 17 años. Está en el campamento de Eleonas y quiere fijar residencia en Grecia.
‘Zafar’, como le gusta que le llamen, ha viajado solo desde Pakistán, donde su familia vive como refugiada desde hace 15 años. Ahora está desayunando frente al barracón en el que vive en el campamento de refugiados de Eleonas, en Atenas, donde cuenta sus aspiraciones y su historia: “Yo me quiero quedar en Grecia. Estoy bien aquí. Otros quieren irse, pero las fronteras están cerradas. Quiero encontrar trabajo aquí. Me gustaría ser carpintero, como mi padre”.
Musa es bajito, pero tiene cuerpo fornido: “Durante el día hago ejercicio”, cuenta. Andar en bicicleta por el campamento, por ejemplo. Habla inglés muy bien y ahora está aprendiendo griego. Lleva una gorra para protegerse del sol de un bonito día de invierno y la manga corta de su camiseta deja a la vista dos tatuajes en sus antebrazos. Le gusta escuchar rap y música electrónica en urdu.
“Viví los primeros dos años de mi vida en Afganistán y luego, como refugiados en Pakistán”, donde siguen su madre, su padre y sus dos hermanas: una mayor y otra menor. “Hablamos por internet a menudo”, dice. “Nosotros somos de la etnia hazara. Se nos reconoce por la cara cuadrada que tenemos. Los talibanes nos ven y nos matan”, explica, sobre los motivos de la huida de su familia al país vecino.
“Yo llegué en febrero a Mitilene [capital de la isla griega de Lesbos]”, rememora, en un momento en el que la llegada a las islas helenas del Egeo desde la cercana Grecia era mucho más sencilla, dado que no se había puesto en marcha aún el acuerdo antimigratorio entre Turquía y la Unión Europea. “Llegué después a la plaza Victoria [en el centro de Atenas, donde se agolpaba gran de la población migrante que llegaba a la capital griega] y unos voluntarios nos trajeron en autobuses a Eleonas”.
“Es un campamento tranquilo, por la mayoría somos afganos”, indica. Luego muestra el barracón de dos habitaciones en el que vive. Una estancia para él solo [“mi compañero se fue un día sin avisar y no sé dónde está”] y otra para una pareja con una niña.
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