El desencanto de los ‘millennials’

Los jóvenes, que dieron la victoria a Barack Obama en 2008 y 2012, se quedan en casa

El Mundo, PABLO PARDO AURORA (COLORADO) ENVIADO ESPECIAL, 04-11-2016

Noche de béisbol. Estados Unidos está paralizado con la final de la Liga Nacional de ese deporte. Los Chicago Cubs, que no ganan desde hace 108 años, contra los Cleveland Indians. En 2016, los equipos de EEUU siguen llamándose «los indios» o «los pieles rojas». La corrección política no ha llegado a los indígenas de ese país. Karina Sartiaguin Vargas no parece preocupada por el partido. Tampoco por las elecciones. «Me dan igual. Son sólo una lucha por el poder. Ninguno de los dos habla de las cosas importantes. Y, además, para qué me voy a preocupar, si ni siquiera puedo votar. Mi padre sí, y para él está claro: en este momento, cualquiera menos Trump», dice la joven.

El padre de Karina, Benito Sartiaguin, pertenece a otra generación. Karina, a sus 22 años, es lo que se conoce como una millennial, es decir, los 90 millones de personas nacidos entre 1980 y 1995, aproximadamente. Son el mayor grupo demográfico de Estados Unidos.

Los millennials le dieron la victoria a Barack Obama en 2008 y en 2012. Pero ahora se están quedando en casa. En Florida, el estado que puede decidir las elecciones, la participación de los jóvenes en el voto anticipado está cayendo a la mitad en relación a 2012. La de los baby boomers–la generación a la que pertenecen Hillary Clinton y Donald Trump– no ha cambiado.

Entre los millennials, Hillary Clinton gana aproximadamente por cuatro a uno. Los baby boomers, que son 75 millones de personas de entre 52 y 70 años, Trump logra seis votos por cada uno de su rival. El martes se enfrentan en Estados Unidos el campo, los jubilados y los trabajadores industriales contra las ciudades, los jóvenes y los empleados del sector servicios. Es como el referéndum Brexit, pero a escala gigante.

Karina no lo dice explícitamente, pero parece cercana a Bernie Sanders, el socialista democrático que a sus 74 años capturó el voto joven en las primarias contra Hillary. Sanders basó su campaña en una educación accesible para todos, bajas por maternidad y reforma migratoria. Eso es lo que le preocupa a ella.

Tiene motivos. Desde el 6 de diciembre de 2010, cuando acababa de cumplir los 16 años, está en una silla de ruedas.

Lo que ella llama «el accidente» le impidió seguir con su educación. Y ahora, Karina no tiene derecho a que la vea un médico. «Por lo menos hace dos años», explica, cuando se le pregunta cuándo fue la última vez que la examinó un facultativo.

«Es que, claro, una lesión en la médula necesita un médico especializado. No me hagas hablar de dinero», concluye en el salón de su casa, en la que vive con sus padres, Benito y Mina, y su hermana pequeña, Eli. Es un espacio diáfano en el que hay apenas un sofá, una televisión, un ordenador, y una mesa de comedor con unas sillas que revelan bastantes años. Una silla de ruedas a la entrada, otra al fondo y unos discretos ganchos clavados en el techo, que parecen puestos para hacer ejercicio, son las únicas señales de que allí hay alguien con una minusvalía física.

De modo que Karina Sartiaguin Vargas no es sólo una millennial. Esta joven belleza que el mes que viene –justo en el aniversario de su tragedia– va a aparecer en una sesión de fotos de la revista Vogue sobre víctimas de las armas de fuego en Estados Unidos, resume gran parte del debate en estas elecciones, como la inmigración, la reforma sanitaria, y el control de las armas de fuego.

Karina no tiene acceso a ningún tipo de sanidad ni ayuda, porque, en septiembre del año 1995 cometió un crimen que Estados Unidos no le ha perdonado: entró ilegalmente en el país. No la exime de responsabilidad el hecho de que tuviera 11 meses de edad cuando lo hizo, en brazos de Mina, que también se trajo a sus hermanos mayores. La idea era reunirse con Benito, que había llegado en 1981, para que los niños aprendieran inglés y regresaran a trabajar en la industria del turismo de Puerto Vallarta.

Han pasado 21 años y Karina nunca ha vuelto a México. Su mente se sitúa, como la de muchos inmigrantes, en su propia comunidad.

No puede votar hasta que no tenga la nacionalidad, pero tampoco le importa, explica, mientras baja por la rampa que han construido a la entrada de su casa en Aurora, una ciudad que forma parte del área metropolitana de Denver (Colorado).

Los Sartiaguin han pagado de su bolsillo todas las reformas que han hecho para adaptar a las circunstancias de su hija la pequeña casa en la que viven en un barrio de inmigrantes, de Aurora.

Benito, que trabaja en la construcción, es estadounidense gracias a la amnistía llevada a cabo en 1986 por Ronald Reagan, que permitió la legalización de 2,7 millones de ilegales, así que está cubierto por el sistema público-privado de asistencia a las personas de bajos ingresos, el Medicaid. Karina, no.

Así que, en la fresca noche de Colorado, a 1.600 metros de altura sobre el nivel del mar, Karina se está yendo al hospital a ver a los médicos, pero para actuar como intérprete de su padre, que no habla inglés y lleva hospitalizado una semana con una infección que los médicos no saben muy bien cómo tratar.

El hecho de que Karina no reciba ni un dólar de ayuda es un ejemplo de las limitaciones de la reforma sanitaria de Barack Obama, que ha dejado igual que antes –esto es, sin cobertura– a personas que no ganan lo suficiente como para pagarse un plan privado, pero que tampoco cumple los requisitos para entrar en Medicaid.

Es un ejercicio de crueldad institucional con tal precisión burocrática que Franz Kafka no hubiera podido imaginarlo. «Ni siquiera recibo una pensión de invalidez», explica Karina, que suple con su voluntad y su buen humor todos esos obstáculos y trabaja de nueve a cinco en la tienda del Museo de Historia de Denver desde su silla de ruedas, con su bala en la espalda.

«Trato de trabajar todo lo que puedo para no tener que pensar», dice Karina, con su largo pelo negro sobre la espalda y vestida con ropa informal deportiva, mientras espera a sus hermanas.

Karina pagó un precio muy duro por la bala que Luis Guzmán Rincón –también inmigrante documentado– le puso en la espalda en la esquina de las calles Newark y 11, a la entrada del Instituto de Secundaria Aurora Central, junto a Denver.

Una bala que iba dirigida a otra persona, y que Guzmán disparó justo a la hora en la que estaban saliendo los niños de clase. Debido al «accidente», la joven nunca acabó el Bachillerato. «Cuando mi madre fue al Instituto a ver cómo se podía arreglar mi situación escolar, le dijeron que me habían quitado de la lista de alumnos matriculados», declara.

Es posible que la institución no quisiera responsabilidades legales por el tiroteo, pero no cabe duda de que el hecho de que tanto la joven como su progenitora fueran ilegales, y que esta última no hable inglés facilitó esa expulsión encubierta.

Karina también cree que su condición de sin papeles hizo que recibiera lo que ella califica como «un tratamiento a medias» en el hospital en el que estuvo ingresada durante la mayor parte de su convalecencia.

Lo único bueno del «accidente» es que un abogado hizo de forma gratuita el proceso legal necesario para que Karina y Mina obtuvieran una Visa U –que se concede por razones humanitarias– y, al menos, pudieran convertirse en residentes. Ahora, están a las puertas de la ciudadanía, y del Medicaid. Eso es lo más importante para Karina, que no se ha parado a pensar por quién votará cuando tenga ese derecho. Y concluye: «Para mí, son todos iguales».

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