«Me llamo Hudaifa. Tú me sacaste del mar»
Reencuentro en París entre un refugiado y el fotógrafo que retrató su rescate en el Mediterráneo, en un barco junto a cientos de migrantes encadenados
El Mundo, , 04-09-2016Un viejo barco de madera que parecía un cascarón a la deriva al que hubieran cortado a cuchillo el casillaje (la estructura de los camarotes), lograba mantenerse a flote a unos 200 metros de un buque de guerra italiano. Desde lejos se distinguía la silueta de centenares de personas en cubierta, soportando el sol abrasador que golpea la orilla sur del Mediterráneo al medio día, mientras dos lanchas rápidas iban y venían transfiriendo a pequeños grupos de pasajeros hacia el buque militar.
Era la mañana del 19 de julio, nos encontrábamos en alta mar, a unas 17 millas (27 kilómetros) al norte de las costas libias y el Astral, el barco con el que la ONG española Proactiva Open Arms opera en la ruta migratoria del Mediterráneo central, llevaba trabajando desde primera hora de la mañana. El equipo de socorristas había asistido desde el amanecer a varios centenares de migrantes que viajaban hacinados a bordo de precarias pateras de plástico, la inmensa mayoría sin chalecos salvavidas y sin tener ni idea de dónde estaban ni de adónde iban, porque así de precaria es la forma en la que Europa les obliga a salir de África a través de Libia y porque así de jodida es la forma en la que de ello se aprovechan las mafias.
Entre idas y venidas, repartir chalecos, tranquilizar a los pasajeros de las pateras y coordinar la asistencia con otros barcos de rescate, el capitán del Astral recibió por radio una petición de ayuda por parte de los militares italianos, así que nos acercamos a la zona con una de las lanchas con las que esta ONG realiza las tareas de rescate. El trabajo consistía en entregar chalecos salvavidas a los migrantes que iban a bordo del barco de madera y luego transferirlos al buque militar. En cada uno de los viajes embarcábamos a unas 25-30 personas, y había que hacerlo a buen ritmo porque esos barcos son inestables y en caso de volcar podría haber muerto mucha gente.
Cuando nos aproximamos a la popa del barco, sobre el que ya se encontraban dos militares italianos tratando de organizar las transferencias, Rubén y Gerard, dos de los socorristas de Proactiva, comenzaron a ayudar a los pasajeros a subir a bordo de nuestra lancha. La inmensa mayoría procedía de Eritrea; todos estaban cansados y muchos mareados, pero no dejaban de esbozar un gesto de alivio al salir de aquel barco abarrotado y sentirse a salvo. Entre los primeros que embarcaron con nosotros había un chico que no parecía eritreo, ni somalí, y dibujó una sonrisa más grande que el resto cuando subió a la lancha. Se llamaba Hudaifa y es el chaval que aparece en la foto.
Hicimos muchos viajes de ida y vuelta. También lo hizo otra de las zodiacs de Proactiva, así como las dos lanchas de los militares italianos. Tardamos varias horas en transferir a todos los pasajeros. Cada vez que regresábamos al barco de madera veíamos que la cubierta seguía repleta de gente. Parecía que no hubiéramos sacado a nadie. Luego supimos que viajaban unas 1.000 personas hacinadas en tres cubiertas.
Dos semanas después de aquella mañana acababa de llegar a París por otro encargo. Esta vez tenía que documentar cómo centenares de refugiados duermen en las calles del distrito 19 de la capital francesa a la espera de que alguien les ayude para comenzar sus trámites legales en el país, aunque, como casi siempre, no parecía que esa ayuda fuera a llegar pronto. Al menos no lo haría antes que la policía.
La mayoría de personas que encontré en la Avenue de Flandre, cercana a la estación de metro de Stalingrad, eran de Etiopía, Eritrea y de la región sudanesa de Darfur, todos potenciales solicitantes de asilo. Hacía poco tiempo que habían llegado a Europa tras cruzar el Mediterráneo desde Libia y Egipto hasta llegar a Italia. Al caer el sol aproveché para caminar y buscar alguna imagen, quería fotografiar el contraste entre gente durmiendo en la calle y coches de alta gama circulando a pocos centímetros de los colchones que había tirados en la acera central.
A los pocos metros un chico se me acercó para decirme, con una sonrisa enorme y un inglés muy precario: «Tú me sacaste del mar». Era Hudaifa, el chico de la foto que tanto sonreía dos semanas antes cuando subió a bordo de nuestra lancha. Nos dimos un abrazo y gracias al cámara marroquí con el que estaba trabajabando, quien me hizo la traducción árabe-francés, pude saber que Hudaifa tiene 23 años, es del sur de Libia y abandonó su país después de que «alguien» matara a sus padres. Otro joven más que huye de la guerra.
Pagó 3.000 dólares por subir a ese barco de madera abarrotado y a bordo del cual, efectivamente, viajaban 1.000 personas repartidas entre la cubierta superior y dos cubiertas inferiores en las que, según Hudaifa, iban encadenados para que no trataran de subir a la superior.
Hudaifa, al igual que la mayoría de los que se encontraban allí, nos contó que tardó cuatro días en llegar desde Italia hasta Francia después de que los italianos le dieran una orden de expulsión y le dijeran que allí no tienen dinero para mantenerles. Eligió Francia porque allí tiene un amigo, aunque eso no impide dormir en la calle. Dijo estar cansado y que no quería seguir viajando, así que pedirá asilo en Francia aunque todavía no lo había hecho porque no sabía ni cómo ni dónde.
He pasado los últimos tres años trabajando casi exclusivamente en el final de las rutas migratorias que conducen hacia Europa a través del Mediterráneo y en varios de los países europeos a los que se dirigen los migrantes. Hay dos constantes que no paran de repetirse. Que una vez consiguen llegar casi todos lo tienen muy complicado, porque las autoridades no se lo ponen nada fácil, y que hay una gran necesidad de información y de asistencia legal, ya que la mayoría no sabe qué opciones tiene ni qué puede hacer para comenzar una vida en este continente.
En julio del año pasado estaba trabajando en la isla griega de Kos, a la que cada día llegaban cientos de refugiados tras cruzar, a bordo de pequeñas pateras de plástico, los tres kilómetros de mar con los que el Egeo separa esta isla griega de las costas turcas. En esa época, al llegar a tierra, la mayoría de refugiados se quedaba a dormir en un hotel abandonado, Captain Elias, a la espera de recibir el permiso de las autoridades griegas para subir al ferry que les llevaría hasta Atenas y así continuar su viaje hacia el norte de Europa a través de la ruta de Los Balcanes.
La mayoría procedían de Siria, Afganistán, Pakistán y Bangladesh, así que me llamó la atención ver aparecer a un grupo de subsaharianos, entre los que había una decena de hombres y varias mujeres. Era fácil ver que no querían ser fotografiados, así que para no molestarles bajé la cámara. Pese a ello, uno de los hombres no dejaba de mirarme; me acerqué a saludarle cuando me dijo: «Yo te he visto en el monte Gurugú frente a Melilla», donde he trabajado en otras ocasiones. Era del Congo y me contó que tras años en Marruecos sin lograr saltar las vallas de Ceuta y Melilla, ni cruzar el Estrecho de Gibraltar en patera, había conseguido viajar en avión a Estambul para intentar llegar a Europa a través del Egeo. Lo acababa de conseguir pero yo no me ateví a contarle lo que le quedaba por delante.
Así es el destino de estas rutas migratorias. El que hoy pasa la frontera mañana puede ser tu vecino.
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