Europa termina en Ventimiglia
La Vanguardia, , 14-08-2016El tren que recorre Liguria y llega a Niza carga con las contradicciones de Europa. Una humanidad despreocupada y acomodada se distribuye por las localidades costeras más exclusivas y caras de Italia, como Portofino, Rapallo, Alassio, Sanremo. En Ventimiglia, última parada antes del confín con Francia, en cambio, bajan también pequeños grupos de jóvenes de piel oscura. Zarparon de la orilla pobre del Mediterráneo y tras un viaje en barcaza, autobús, a pie y tren se paran en el punto alcanzable sin papeles que queda más cerca de su sueño de una vida mejor. No quieren pedir refugio o vivir en Italia, solo desean pasar a Francia, donde les espera parte de su familia o algún amigo. Desde que París cerró sus fronteras, el verano pasado, Ventimiglia es un embudo. Y cuando aumentan los desembarcos en Lampedusa, Ventimiglia se llena. Tanto que el ministro del Interior italiano, Angelino Alfano, dijo que en esta frontera “nos jugamos Europa”.
El alcalde Enrico Ioculano llega a la cafetería de la central avenida de la República saludando a todo el mundo: un corrillo de ancianos con el periódico bajo el brazo, dos chavales en un motorino, una periodista que le entrevistó demasiadas veces. Sonríe, echa agua al fuego de la polémica nacional que describe su Ayuntamiento como la trinchera de una guerra de invasión: “No hay ninguna invasión, la vida de la ciudad sigue igual de tranquila”.
Una mirada a su alrededor parece confirmarlo: enjambres de camisas de lino, sombreros de paja y sombrillas enrolladas se dirigen hacia la playa. Hablan francés o con un marcado acento milanés. El mercado y las tiendas están llenos. “Estamos gestionando bien los flujos. Es gente tranquila que sólo quiere irse, no busca problemas aquí. Por fin el Gobierno nos ha enviado autobuses para trasladar a los migrantes que no caben en nuestro centro de acogida”. El Papa le ha invitado a Roma en septiembre, quiere escuchar su experiencia de alcalde en la frontera. “Mi generación creció sin el concepto de confín”, dice Ioculano, que ha vivido sus 31 años en el borde de Italia pero en el centro de Europa, justo donde se concretiza la libertad de circulación firmada en Schengen: “Los controles en la aduana, hoy en día, me resultan absurdos y tristes. Es un paso atrás, el fin de una época”.
La plaza surge en la parte nueva de Ventimiglia. A la otra ribera del río Roya, el casco antiguo, de época medieval, se aferra a la montaña. Los 26.000 residentes, con su añadido de ricos veraneantes, se distribuyen por las dos zonas, ambas selladas por una larga playa de arena y rocas.
Para ver lo que cierta prensa ha definido “la emergencia” de los migrantes, hay que seguir el río hacia el interior. Al cabo de un par de kilómetros, se alcanza una zona de antiguos almacenes para trenes de carga, naves cerradas y vías muertas. Allí la Cruz Roja ha llevado 60 contenedores, cada uno con seis camas, ha abierto un ambulatorio médico y una carpa con muchas fotos colgadas. “Aquí es donde los huéspedes pueden reconocer un amigo o familiar que han perdido por el camino, porque cuando llegan al Sur los dividen sin considerar los vínculos entre ellos”, explica Fiamma Cogliolo, de la Cruz Roja regional.
Con otros voluntarios, acaba de servir pasta con curry, garbanzos y hamburguesa a los 780 extranjeros que hoy estaban en la cola del comedor. Por la noche durmieron aquí 530 personas. “El 80 por ciento son de Sudán. Cada mañana llegan nuevos: les preparamos una tarjeta con su foto y el nombre que nos dicen. Con ella tienen derecho a tres comidas al día, cepillo de dientes, jabón y detergente para la ropa”. Desde que abrió el 16 de julio el Parco Roya ha ayudado a casi 1.500 personas. La mayoría cobra fuerzas y al cabo de unos días “lo intenta”. Con esta expresión en Ventimiglia se entiende tomar uno de los senderos que trepan la montaña y bajan al otro lado de los Alpes, en la Costa Azul. Los confines en el bosque son más lábiles y menos controlados de los de la carretera y del ferrocarril. Pero puede pasar que los agentes franceses te pillen y te echen de vuelta a Italia. “La gendarmería pega”, cuenta Zakaria, 23 años, libio de Sabratha. Sueña con mudarse a París, donde tiene un hermano. Lo mismo que Mohamed, 21 años, fugado de Darfur, y Bachir, que nació en Chad en 1993. “Aquí en Italia no conocemos ni el idioma ni a nadie”, comentan en buen francés. A la sombra de un olivo, observan los que salen del centro. Ellos también volverán a intentarlo mañana o después.
Más visible pero igual de silenciosa, otra procesión de jóvenes varones de piel oscura se dirige a la iglesia de San Antonio, en una zona de Ventimiglia llamada Roverino. Don Rito Álvarez ha secundado el llamamiento del obispo y del Papa y acoge en la sala parroquial a alrededor de setenta mujeres y niños. “Cocinamos, ordenamos y jugamos juntos. No existen extranjeros e italianos. Somos amigos”, cuenta Noemí, 24 años y el verano dedicado a esto. Recibe un sms y se emociona: “Es un chico que salió esta madrugada. Me avisa de que lo ha logrado. Está en Francia”.
Un niño de ojos oscuros y pelo rizado le trepa las piernas, le coge el móvil y en italiano perfecto pide ver un capítulo de Masha y el oso. A Maleck, de tres años y medio, le encontraron hace dos meses dormido en el suelo de la iglesia junto a su hermana. Viene de Nigeria. Los padres de Noemí, muy activos en la parroquia, lo tratan como si fuera su tercer hijo.
“¡No sólo hay besapilas por aquí! Yo no voy a misa desde el día de mi primera comunión”, exclama una vecina de unos cuarenta años y modales enérgicos. Cada día, antes y después del trabajo, pasa a ayudar. Hoy ha traído 120 pares de zapatillas: “He regateado como una campeona con los chinos y finalmente me vendieron cada par por cinco euros”, exulta. Ahora quien quiera quedarse a la vera de San Antonio antes de “intentarlo” puede contar con unos zapatos flamantes. En el lugar donde Schengen se juega su futuro, estos brazos generosos y los pequeños trucos de supervivencia cotidiana parecen la última garantía de que Europa sigue siendo ella misma.
(Puede haber caducado)