Behatokia
Inglaterra, resaca de adolescente
Ese caminar por la cuerda flojaa la que ha llevado el ‘Brexit’ vaa deparar muchos sobresaltos.Los británicos europeístasrezan por una larganegociación de divorcio queacabe en reconciliación
Deia, , 03-08-2016LA mayoría de ustedes recordarán la extraordinaria película Carros de fuego, estrenada en 1981 y dirigida por Hugh Hudson, que relataba la preparación previa y la participación de los atletas británicos en los Juegos Olímpicos de París (1924). El filme describe hechos ciertos. Los personajes principales de la historia eran Harold Abrahams, rico heredero de familia judía londinense, interpretado por Ben Cross; y Eric Lidell, austero y estricto presbiteriano escocés, interpretado por Iam Charleson. Ambos representaban dos creencias y dos conceptos distintos del triunfo. El inglés necesitaba ganar en los Juegos Olímpicos para ser socialmente reconocido, pues en la sociedad posvictoriana si se era descendiente de las tribus de Israel no bastaba ser rico para obtener tal reconocimiento: el decano de la facultad de Cambridge, donde cursaba sus estudios el atleta judío, maravillosamente interpretado por sir John Gielgud, hace lo imposible para que se le descarte como participante en los Juegos. Por su parte, el escocés perseguía el éxito para ofrecérselo a Dios. El choque entre los intereses mundanos y espirituales de los protagonistas es la clave de la película y de la vida de ambos. La película acaba con la ceremonia religiosa in memoriam de Abrahams, el atleta olímpico más longevo de Inglaterra. Los asistentes al funeral entonan el Jerusalem del poeta William Blake, música de Hubert Parry. Por su emocionante belleza, es el momento estelar del film. El poeta escribe “Traedme mi lanza / abríos, oh, nubes / traedme mi carro de fuego”. De ahí el título de la película. Apelo a la memoria musical del lector para que compartan esa sensación de solemnidad que transmite el himno que llegó a ser propuesto como oficial de Inglaterra y del Partido Laborista tras la Segunda Guerra Mundial.
Hace dos semanas tuve ocasión de entonarlo en un contexto bien distinto. Se trataba de la boda de Piers, el hijo huérfano de mi llorado amigo Tony Beeton, fallecido en el espantoso choque de trenes de la estación de Paddington, hace 17 años. Tony era un laborista de izquierdas y amigo de los vascos que ya en la temprana fecha de 1980 produjo un documental para la BBC sobre las torturas en Euskadi y que hizo mucho bien como asesor de los tres últimos ministros ingleses para Irlanda del Norte – Patrick Meahew, Mo Mowlan y Peter Mandelson – que trabajaron consecuentemente hasta alcanzar junto con los irlandeses el Acuerdo de Paz. La ceremonia tuvo lugar a la extraña hora para nosotros de la 3.00 de la tarde en la iglesia de St. Peter’s de Cassington, a diez kilómetros de Oxford, un pueblecito de la campiña perfumado por los tilos todavía en flor, no más grande que Gamiz, casas centenarias, una división de propiedades paranoicamente escrupulosa y dos pubs. Una boda de ringorrango oficiada bajo el rito de la Iglesia anglicana es de una sencilla solemnidad. No se celebra misa; el ministro oficiante – olvídense de cualquier untuosidad afectada al estilo de muchos sacerdotes católicos – , es más bien un maestro de ceremonias que toma juramento de fidelidad a los contrayentes para luego dirigirse al público reclamando promesa de apoyo presente y futuro para el nuevo matrimonio. La respuesta casi marcial, “I will” (“Lo haré”), abrazaba simbólicamente a los asistentes con los contrayentes. El canto del Jerusalem, entonado por todos los participantes sin excepción, con la cadencia y vigor de nuestro Aita gurea, me estremeció poniéndome a la altura de mis limitaciones, pues me tengo por persona poco dada a las efusiones públicas y sin embargo…
Los invitados, en kalejira tras un gaitero escocés, tributo al padre de la novia, recorrimos el pueblo hasta la casa, en realidad unas caballerizas transformadas en vivienda, donde la nueva pareja vivirá disfrutando de un amplio jardín en el que se habían instalado unas carpas y donde tuvo lugar la cena a la muy británica hora de las 6.30 de la tarde. Resultábamos una simpática mezcla de buenas maneras con toques informales. En nuestra mesa habían dispuesto que, próxima a mi mujer, estuviese una señora francoparlante para mejor comprensión de lo que se hablaba. Se dice que un inglés se prohíbe a sí mismo hablar en público de política, religión o comida. Eso era antes. Ahora, tales asuntos se tratan tan normalmente como en cualquier txoko vasco, excepto lo de la religión, de la que no se habla en un txoko ni el día de la patrona. Así que el Brexit se puso encima de la mesa como primer plato. Todos los comensales estaban en contra y no paraban de lamentarse por el desastre que para el Reino Unido supondrá “tan estúpida decisión”. Uno, cerca de los 40, británico nacido en Johannesburgo que trabaja en una compañía multinacional junto con su guapa acompañante – ¿quién dijo que las inglesas son feas? ¿O me había metido yo sin darme cuenta en una convención de inglesas guapas? – , presagiaba dificultades comerciales de todo tipo; sus razones para estar en contra eran de índole económica. Otros comensales, cosmopolitas, laboristas involucrados en la defensa de los derechos humanos, más ideologizados, opinaban que Europa es un proyecto político y cultural que precisa de la participación activa del Reino Unido. Todos concluían que el Brexit se había impuesto en Inglaterra por la alianza de los más desfavorecidos – antes, pobres – , los más incultos – ahora, hooligans – , los ancianos – de siempre, egoístas por la cuenta que les trae – y los habitantes de los desiertos industriales – antes, laboristas – . Es sabido que el testigo ocular de la historia suele llevar gafas empañadas. Por lo tanto, y haciendo las cuentas de la castañera, les dije que después de oírles todavía me faltaban varios millones de votos para alcanzar los que obtuvieron los partidarios del Brexit y que quizás habría que buscarlos entre esa clase media crecientemente empobrecida que se arropa, como siempre que algo así sucede, con la bandera nacional. Hablaron, con preocupación, del incremento de la xenofobia tras el referéndum. Creo que la xenofobia lleva muchos años campando por la isla; fui testigo hace más de cuatro décadas del trato que deparaban las clases bajas inglesas a los paquistaníes, antillanos y demás miembros de color de la Commonwealth. Las clases altas ignoraban olímpicamente su presencia. El brote xenofóbico, no severo hay que constatar, tras el triunfo del Brexit tiene mucho de borrachera alcohólica que desinhibe los más oscuros instintos reprimidos en los recovecos del cerebro.
La inmigración es un problema cuando la saturación de extranjeros es un hecho irrevocable y mucho más cuando, como ocurre en la actualidad en Inglaterra, los extranjeros lo son a medias, es decir, son ciudadanos europeos con muchos derechos y más prestaciones sociales. Lo que ocurre es que demasiados ingleses son incapaces de reconocer que esos extranjeros contribuyen a la riqueza nacional. En el céntrico hotel de Oxford donde dormimos, fuimos atendidos en cada desayuno por sendas camareras españolas. Nos explicaron la miseria que cobraban, los horarios sin fin y las duras condiciones de residencia. Eran estudiantes que se pagaban su estancia invernal trabajando en verano a destajo y los fines de semana durante el curso escolar. Lo comido por lo servido. La camarera madrileña del pub donde cenamos nos preguntó por el motivo de nuestro viaje. Tuvimos que explicarle dos veces que la boda a la que asistimos era de un inglés hijo y nieto de ingleses. La vida absolutamente estratificada que lleva le dificultaba comprender una relación de amistad fuera de la compartida con otros inmigrantes: españoles, portugueses, italianos. Los mendigos, no hay mendigos más a la vista que los ingleses, lo tienen más crudo pues la mendicidad ha perdido su base más sólida, la mala conciencia, que abre los bolsillos más que la compasión.
Esa necesidad ineludible de caminar por la cuerda floja a la que ha llevado el Brexit a Inglaterra nos va a deparar muchos sobresaltos. Los carros de fuego del himno Jerusalem convocan a la lucha intelectual, a sostener despierta la espada en la mano hasta que “hayamos construido Jerusalén en la tierra verde y apacible de Inglaterra”. Nuestros amigos europeístas creen, rezan, por una larga negociación de divorcio que acabe en reconciliación, pues el hombre es indolente y hay que guiarlo durante cuarenta años por el desierto. La señora Merkel comparte sus oraciones. Hago mías las palabras del anciano predicador anglicano a quien preguntaron qué había aprendido tras una larga vida oyendo confesiones de pecados de sus feligreses y contestó: “Básicamente, que no hay adultos”.
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