Libia, la última estación antes de Europa
La Vanguardia, , 31-07-2016Pese al calor infernal, Camara Yaya lleva puesto un gorro de lana morado y un anorak gris. Es todo lo que posee. Guarda silencio mientras mira sus pies descalzos, apelotonado junto a otro centenar de jóvenes en el puerto de Trípoli. Son todo varones, todos negros. La mayoría, de Mali. Han llegado hace poco rato, exhaustos, desubicados y muchos de ellos, deshidratados. Después de horas a la deriva, hacinados en una barcaza con el motor estropeado, los ha rescatado la guardia costera libia.
“Nos avistaron unos pescadores, a lo lejos, y no mediamos palabra. Alertaron por teléfono a los guardacostas y ellos nos trajeron hasta aquí”, balbucea Yaya.
Él partió de Bamako, la capital maliense, el 7 de marzo de 2015. Su padre había muerto, y dejaba nueve hijos fruto de sus dos matrimonios. Demasiadas bocas que alimentar.
“Las madres estaban sufriendo, no entraban ingresos, y yo soy el hijo mayor, así que heredé la responsabilidad de mantener a mi familia”, explica Yaya en francés. Y así fue como, casi por obligación, decidió buscar suerte en Europa, en un viaje por entregas.
Primero llegó a Argelia, país limítrofe con Mali, donde estuvo trabajando y aguantó las palizas de los maleantes hasta que consiguió reunir el dinero suficiente para seguir avanzando. Después de unos meses, se subió a un camión, por unos 120 euros, un trayecto de unos seis días atravesando el desierto del Sáhara hasta que los traficantes le soltaron junto a decenas de inmigrantes más en la frontera libia. Es un viaje peligroso. A menudo a muchos, antes que el mar, se los traga la arena.
No fue el caso de Camara Yaya, aunque una vez en Libia se dio cuenta que sobrevivir allí tampoco sería nada fácil. Necesitó varios meses para costearse la travesía en barco hasta Italia. Algunos trabajan como obreros a sueldo, por jornales de cinco o diez dólares, o se ponen a las órdenes de un patrón, que a menudo les requisa el pasaporte. Duermen en saturados almacenes, y esperan su oportunidad para poder lanzarse al mar.
El caos en el que vive Libia desde la caída de Muamar el Gadafi en el 2011 ha propiciado que los traficantes de personas afiancen sus rutas y sus negocios en el país. Ganan grandes cantidades de dinero y suelen estafar a sus víctimas prometiéndoles embarcaciones grandes y seguras que se acaban convirtiendo en una simple lancha de goma o un viejo barco destartalado.
Los jóvenes, cuando pueden pagarse el pasaje, no se lo piensan dos veces. Se lo juegan todo a una carta. En el caso de estos muchachos no les ha salido bien. Su sueño europeo, igual que sus ahorros, se ha desvanecido en pocas horas. Yaya esquiva contestar cuánto ha pagado a los traficantes. “Todo lo que tenía”, se limita a responder. Subirse a bordo de una barcaza suele costar de 500 a 1.000 dólares. Barcazas que solo llevan combustible para llegar a aguas internacionales, donde esperan que les rescaten los cuerpos europeos o las oenegés internacionales.
Mientras esperan ser interrogados, el doctor Asid Masoud, de la Media Luna Roja, sentencia: “Hoy hemos tenido suerte, Al Hamdullillah (gracias a Dios)”. Ha improvisado un pequeño hospital de campaña para ofrecer atención médica a los chicos que han llegado más débiles al puerto. “No hay muertos ni casos graves, solo algunos episodios de hipertensión, deshidratación, quemaduras y cortes en extre – midades”, explica mientras ven – da el pie hinchadísimo de un joven. El chico levanta tres dedos de una mano. “Son los días que lleva sin probar bocado”, aclara Masoud.
Los voluntarios reparten una bolsa con zumos, comida y ropa interior a los inmigrantes. Les distribuyen en distintas colas para apuntar sus nombres, edades y países de origen ya que ninguno tiene documentos. La mayoría proceden de Mali, pero también los hay de Níger, Nigeria, Somalia y Senegal.
–“¿Qué te va a pasar ahora?”, le pregunto a Yaya, antes de perderle de vista.
–“No sé que va a pasar conmigo. Si me llevarán a la prisión, si moriré… estoy preocupado porque tengo la familia a mi cargo. Pero no hay esperanza en mi país, ya no puedo volver atrás”, contesta resignado.
Esperan los autobuses que los trasladarán hasta uno de los cinco centros para inmigrantes ilegales que han habilitado en la zona de Trípoli. Son espacios sobresaturados, donde los retienen durante meses, a la espera de que sus familias paguen las multas para liberarlos. No obstante, a menudo los sueltan cuando saben que nadie va a pagar por ellos, y ya no tienen espacio en las habitaciones para alojar a los que van llegando sin cesar.
Al Garabouli es la playa de los traficantes. El grupo de Camara Yaya zarpó la noche anterior desde allí, a unos 50 kilómetros de Trípoli. Junto a Zuara y Sabratah son los tres principales puntos de salidas de embarcaciones desde la costa libia hacia Italia.
No es fácil llegar, requiere desviarse de la carretera principal y probar suerte por los senderos mal señalizados que desembocan en el mar.
Si no fuera por los escombros, al Garabouli podría parecernos una playa paradisíaca de aguas turquesas y arena blanca. Pero no hay turistas, ni bañistas. De hecho, no hay nadie. En la orilla es fácil tropezar con botellas de plástico, zapatillas, ropa sucia, restos de comida… Es el rastro de los inmigrantes que han esperado allí de noche hasta que los traficantes han creído oportuno lanzarles al mar. Es un lugar peligroso. No sólo es un punto caliente de tráfico de personas, sino también de armas y de drogas. A los pocos minutos de deambular por allí, un vecino sale de su casa y una pick up negra recorre la orilla a modo de aviso.
Los únicos que frecuentan las playas de Al Garabouli son los voluntarios de la Media Luna Roja. Se encargan de recoger los cuerpos que aparecen días después de los naufragios. Uno de los responsables de comunicación, Malek Marsit, confirma que en la última semana han recuperado 13 cuerpos, pero temen que las cifras se multipliquen exponencialmente durante agosto. Es imposible saber cuántos jóvenes se han ahogado en el Mediterráneo. Aun así, como si el mar supiera que no le pertenecen, arroja a muchos de nuevo a la arena.
La policía de Trípoli ha creado un cuerpo especializado en combatir las mafias que trafican con personas. Se calcula que más de un 90 por ciento de los que intentan llegar a Europa recurren a ellas. Su base de operaciones es la prisión Tariq al Siqa. Desde allí, organizan redadas nocturnas a la caza de traficantes e inmigrantes ilegales.
Las llevan a cabo decenas de agentes fuertemente armados y vestidos de negro de la cabeza a los pies.
Esta noche se dirigen al barrio de Hadba Gasi, en el centro de la capital, montados en la parte trasera de pick ups blancas, sus vehículos oficiales. Pocos minutos después de llegar al campamento se inicia el asalto. Trepan por los techos de uralita de las chabolas, fuerzan puertas atrancadas con cerrojos, y dentro de los minúsculos cuartos descubren a los inmigrantes. Están sentados sobre viejos colchones, a oscuras, primero desconcertados, y después asustados, se van llevando las manos a la cabeza.
–“Tengo miedo, no sé qué me va a pasar”, dice uno de ellos.
–“Nuestro jefe, el señor Mustafa, está allí. Nosotros solo queremos trabajar”, añade otro.
Les trasladan en autobuses policiales blindados hasta el centro de detención. Han detenido a más de 250 inmigrantes sin papeles. Y también a algunos de los jefes intermedios de la organización mafiosa. Como a Mustafa, procedente de Gambia, a quién convencen para que colabore y les revele información clave sobre sus superiores.
–“Hace tres años que trabajo aquí como traficante de personas”, explica nervioso.
–¿Cuál es tu trabajo en la organización?
–“Contacto con ellos, les recojo, los organizo y les ayudo en el proceso de llegar a Italia”.
–¿Pero no eres uno de los altos jefes de la banda?
–“No, la organización es muy grande. Hay mucha gente por encima mío. Los líderes son africanos, y también de aquí, de Libia”, reconoce a los agentes.
Y mientras la policía de Trípoli sigue tirando del hilo para llegar hasta la cúpula de la red mafiosa, los jóvenes africanos han de dormir dos noches más en la cárcel. Después serán deportados a sus países de origen en autobús.
–“Mi familia se muere de hambre en Níger. Tendré que volver a irme”, exclama Jamal, justo antes de empezar a recorrer los más de 2.400 quilómetros que lo devolverán a su hogar.
No se rinde. Le devuelven a la casilla de salida.
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