Muntaha está hecha un manojo de nervios. No para de darle vueltas al ramo de flores que lleva en las manos mientras espera en la cola del último control de seguridad del aeropuerto romano de Fiumicino. «¿Tiene idea de cómo se llaman estas flores? No sé de qué tipo son, pero parecen bonitas, ¿verdad?», pregunta. «Son para mi hermana. Por fin ha podido salir de Siria. Hace tiempo que no la veo. La última vez fue hace más de un año, cuando pese a la guerra fui a Alepo para verla. Yo llevo 26 años en Italia pero no iba a dejarla sola bajo las bombas».

La preocupación se disipa en cuanto pasa el detector de metales y entra en la sala donde esperan los 81 sirios llegados el pasado jueves a Roma procedentes de Líbano. Son los últimos beneficiarios de los «corredores humanitarios» organizados por la Comunidad de San Egidio y la Federación de las Iglesias evangélicas. Ya han arribado a Italia por esta vía 280 personas desde febrero y se espera que sean 1.000 hasta finales de 2017. Es una forma segura y ordenada de que quienes huyen de la guerra encuentren asilo en Europa sin recurrir a los traficantes ni jugarse la vida cruzando el Mediterráneo.

Situaciones similares podrían haberse dado ya en España si el Gobierno no se hubiera escudado en que está en funciones para no poner en marcha «corredores humanitarios». La Comunidad de San Egidio lleva desde marzo de 2015 trabajando para emular la iniciativa organizada en Italia. Este grupo de laicos católicos cuenta con el apoyo de la Conferencia Episcopal para acoger a los refugiados, brindarles viviendas y ocuparse de su manutención y su integración. «Al Estado no le costaría dinero. Nos ocuparíamos de todo», asegura Tiscar Espigares, responsable de San Egidio en Madrid.

«En Interior la recepción a nuestra propuesta fue buena, pero nos dijeron que esperarían a ver la experiencia italiana. Luego nos contaron que había dificultades y al final acabaron llegando las elecciones del pasado diciembre».