Un mar fuera de control

En 7 días mueren en el Mediterráneo 1083 personas, más que la media de cualquier semana en Siria. La llegada del buen tiempo acelera el flujo de los refugiados, dejando terribles escenas en la costa libia.

El Mundo, ALBERTO ROJAS CARLOS FRESNEDA DYMCHURCH (REINO UNIDO) ENVIADO ESPECIAL, 04-06-2016

Más de 1.083 muertos durante esta semana en el Mediterráneo son el equivalente a las personas que mueren, de media, durante siete días en la guerra civil siria. Europa tiene un conflicto en el Mare Nostrum que se empeña en ignorar, pero cuyas proporciones van creciendo por culpa de varios factores: el caos libio, desde la caída de Gadafi, mantiene esas playas fuera de control y en manos de milicias y traficantes, mientras que la UE persiste en una estrategia de vigilancia de fronteras y no en operaciones de rescate.

Con la llegada del verano, las mafias sacan la calculadora y ponen en marcha su engranaje para enviar a Italia o Creta (Grecia) a miles de inmigrantes desde playas como Zuwara o Garabulli, a plena luz del día y con total impunidad. Muchos de ellos se ahogan en los primeros momentos del viaje, como sucedió la pasada semana, con un naufragio que ha dejado 117 cuerpos desperdigados a lo largo de 25 kilómetros de playa. Aún ayer el Mediterráneo seguía devolviendo muertos a la arena.

Nadie sabe cuántas embarcaciones parten de Libia, ni con cuánta gente, ni su rumbo. Los pocos barcos de Frontex desplegados en el Mediterráneo sur, junto a los navíos de rescate de la ONG Médicos Sin Fronteras (Bourbon Argos, Dignity I y Aquarius, en colaboración con Sos Mediterranee) no tienen capacidad para cubrir un área de 300 kilómetros cuadrados, que es el espacio entre la costa libia y la isla italiana de Lampedusa.

Además, cuando los refugiados e inmigrantes suben a bordo los mafiosos ya han cobrado y no les preocupa si los pesqueros de madera podrida en los que los meten se van a pique o no. Para ahorrar costes, además, los traficantes están introduciendo el modelo griego: comprar cientos de embarcaciones de goma tipo zódiac, a unos 400 euros cada una, con los hombres sentados sobre el lateral hinchable y mujeres y niños hacinados en el centro. Este tipo de lancha ya era peligrosa en el Egeo para hacer 10 kilómetros entre Turquía y Lesbos. Usarlas para travesías en alta mar es poco menos que un suicidio.

El precio del billete depende de quién seas. Un subsahariano no pagará más de 1.000 euros. Un sirio deberá abonar 2.500. El viaje se hace sin GPS ni otros instrumentos básicos de navegación, y sin marino capaz de dirigir la nave. Un total de 47.820 personas han sobrevivido a la travesía, mientras que 2.500 han muerto en lo que va de 2016. Es decir, que las posibilidades de morir en esta ruta se elevan al 5,3%, aunque presumiblemente subirá con estos últimos naufragios. Mientras que la ruta del Egeo se cierra por el acuerdo Bruselas-Ankara para devolver a los refugiados (sólo 3.600 personas en mayo), la vía del Mediterráneo central ha pasado en un mes de 9.149 a 19.884 personas.

El coste financiero de la política de fronteras cerradas de Europa se eleva a 13.000 millones de euros, pero las mafias ganan en Libia 16.000, según la investigación de The Migrant Files. En Turquía el beneficio que dejó el paso del Egeo supera los 300 millones de euros. El coste humano, desde que existen cifras, eleva a 32.500 los muertos en el Mare Nostrum.

En el fondo del problema está la dura realidad de países que se desangran como Sudán del Sur, Eritrea, Somalia, Centroáfrica o el norte de Nigeria, máximo exportador de refugiados en esta mortífera vía del Mediterráneo central, con un 15% del total. En estas playas aún no han llegado masivamente sirios, afganos e iraquíes, que siguen bloqueados en Turquía.

Aunque para los europeos las playas libias representen el punto de salida de esta ruta migratoria, son en realidad la última fase de su viaje. Para alguien que viaja desde Nigeria, por ejemplo, el Mediterráneo es la última parada de una errancia atravesando el Sahel y el Sáhara desde Bamako (Mali), Uagadugú (Burkina Faso) o Agadez (Níger), la gran sala de espera de la inmigración subsahariana. Son un total de 3.500 kilómetros. El gran viaje africano.

En su periferia de Niamey se citan miles de personas que las mafias agrupan por nacionalidades. Después, subidos en viejos camiones como locomotoras de vapor, atraviesan las dunas durante nueve días en los que deberán beber su propia orina si quieren sobrevivir. En muchos casos son abandonados por las mafias días antes de llegar al Tibesti, en la frontera Libia. En ese último tramo a pie muchos mueren sin que nadie lo sepa y quedan tirados en el desierto. Esta zona, en manos de yihadistas y contrabandistas de mujeres para prostituirlas, armas y cocaína, está vetada a los occidentales. Cada mes, 4.000 personas entran así por la localidad de Tummo, otros 1.000 lo hacen por Tamanraset (Argelia) y otros 300 lo harán por Al Kufra, sobre todo los procedentes de Eritrea, Darfur, Somalia y Etiopía.

En realidad la vía libia no es nueva. Se nutre de rutas antiguas, la mayoría atraviesan el desierto aprovechando los caminos que usaban los esclavistas en la Edad Media desde el Sahel hacia el norte atravesando el Sáhara. En la ruta del este, desde el cuerno de África, se usa la víeja vía de las cruzadas que atravesaba Sudán y Egipto hasta Alejandría o el Sinaí hasta la ciudad de Jerusalén. Una vez llegados a Libia, los inmigrantes y refugiados deben cuidarse de caer en uno de los 24 grandes centros de detención que las diversas taifas tienen por todo el país. En ellos sufren malnutrición y vejaciones de todo tipo, como documenta la ONG Global Detention Project.

La semana también ha dejado la foto del bebé sin nombre en manos de Martin, trabajador humanitario de la ONG Sea Watch. Es el niño muerto número 847 desde que se publicó la instantánea de Aylan Kurdi, la del nunca más, fallecido en una playa turca. Una media de tres al día.

«Nos estamos hundiendo y vamos a morir. ¡Por favor, pide ayuda! Los traficantes nos están amenazando con cuchillos y tijeras»… El S.O.S. en medio del Canal de la Mancha lo lanzó un chaval albanés de 16 años, identificado como Santiliano. Su tío, Pashkim, recibió el mensaje en el móvil en Italia y avisó a la policía de Milán, que dio la alerta a las autoridades británicas.

El barco de rescate partió de Dymchurch, en las costas de Kent. Y a bordo estaba Trevor Bunney, que nunca había participado en una operación a vida o muerte, dificultada por el mal tiempo y por la caída de la noche: «El bote inflable estaba haciendo aguas en mitad del oleaje. A bordo iban 18 personas, incluidos dos niños y una mujer con principio de hipotermia».

«Podían haberse hundido en cuestión de minutos», reconoce Bunney. «Cualquiera que trate de cruzar el Canal en un bote así está poniendo su vida en grave peligro. Si siguen arriesgándose, tarde o temprano tendremos una tragedia».

La zozobra y rescate del bote con los 18 inmigrantes albaneses ha irrumpido como un tsunami en la campaña sobre el referéndum de la UE. Dos británicos, Robert Stilwell y Mark Stribling, han sido acusados de tráfico humano y se enfrentan a penas de hasta 10 años de cárcel. El bote usado, el Antares, fue adquirido hace apenas 10 días por 3.500 euros en eBay. Los dos cobraron 10.000 euros por cabeza por la travesía a la tierra prometida.

En el Reino Unido no se habla de otra cosa estos días: la oleada sin control de la inmigración. El punto de mira ha saltado del Eurotúnel a las playas y los puertos recónditos en las costas del suroeste. El temor a que el English Channel –como ellos lo llaman– se convierta en un nuevo Mediterráneo ha creado la tormenta perfecta para el Brexit.

Los nubarrones descargan estos días con fuerza a ambos lados del Canal, separados por 32,5 kilómetros en el punto de máximo acercamiento entre Dover y Calais. La presión en los dos puntos calientes ha provocado una inusitada expansión de la geografía de los inmigrantes, a tiempo para la temporada alta.

En Francia, el nuevo rompeolas está en Dieppe, a casi 200 kilómetros al sur de Calais, donde está creciendo bajo los acantilados el campamento que ocupan ya 150 inmigrantes de Europa del Este. Hacia el sur, el mapa de los nuevos «destinos» se extiende hasta Cherburgo e incluso hasta Saint-Quay-Portireux.

Al otro lado del Canal, los puntos marcados en rojo son Sea Palling, en Norfolk (el destino fallido de un yate con 26 albaneses y vietnamitas que fueron detenidos en Holanda), Chichester (17 albaneses descubiertos en un catamarán hace dos semanas) y, por supuesto Dymchurch, como bien pudo comprobar Mark Wools, 53 años, al frente del parque de atracciones local.

Las cámaras de seguridad del parque grabaron en tres semanas cuatro escenas de botes inflables, cuando eran transportados en coche por la calle principal del pueblo en mitad de la noche y rumbo a la playa. «Uno de los botes apareció hace dos semanas, varado en la playa y lleno de restos de comida y vómitos. Todo hace pensar que hizo la travesía y que llegó hasta aquí cargado de inmigrantes ilegales que están ya en suelo británico. En Dymchurch y en otros pueblos del litoral siempre ha habido cierta tradición de contrabando de tabaco y alcohol, pero esto es nuevo para nosotros». «Nos preocupa que esto no sea más que el principio», advierte Tommy Tullburn, 79 años. «Estamos desbordados y la inmigración ilegal puede crear una situación límite. La gente está preocupada y con razón, y no podemos consentir que nos llamen racistas por poner sobre la mesa el problema».

Tullburn es laborista y ex sindicalista. Ante la cita del 23 de junio, lo tiene muy claro: «Votaré por la salida, entre otras cosas para retomar el control de nuestra política y de nuestras costas. Y también porque la UE es un barco que se está hundiendo». Y hasta que llegue el día, con la marea baja, Tommy seguirá trayendo desde Hythe hasta la playa de Dymchurch a sus cuatro burros de paseo, contribuyendo a su manera a hacer bueno el reclamo del «paraíso de los niños» para este poblachón de 3.000 almas.

«Todo esto empezó cuando los iraníes», asegura Jenna Golding (34), mientras espera con su hija en la cola de los burros. «Eran dos y llegaron hasta Dover en un bote. No han dejado de pasar cosas raras. Si esto empieza a pasar ahora, no puedo imaginar lo que ocurrirá cuando llegue el buen tiempo».

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