refugiados, una vida en tránsito

Atrapados en Siria: “Temía que secuestraran a mis nietas”

Atrapado con su familia en la guerra de Siria, Abdul ha salvado la vida varias veces de milagro. Retenido por el ISIS, atacado por un misil que estalló a sus pies, este sirio afincado en Getxo relata su pesadilla para reclamar la paz

Deia, Un reportaje de Arantza Rodríguez, 15-05-2016

Retenido por el ISIS, atacado por un misil, este
sirio afincado en Getxo relata su pesadilla para reclamar la paz

UN portazo en la noche enciende el interruptor de su peor pesadilla. Les mantiene despiertos, en tensión, llorando. Les transporta al infierno. A la casa en la que quedaron atrapados al estallar la guerra en Siria. A ese hogar, hecho añicos, en el que permanecieron confinados, en mitad de un fuego cruzado. “Nos disparaban y lanzaban cohetes de todo tipo. Nuestra casa era un colador. Nos asaltaban de noche y de día. Yo no podía dormir porque tenía miedo de que secuestraran o violaran a mis nietas, de 6 y 8 años. Pasaba las noches vigilando con tanta atención que oía hasta las hojas de los árboles caer”, rememora Abdul Kader Al Khalil, un pintor sirio que, tras toda una vida en Bizkaia, regresó a su país en el peor de los momentos. “El último misil cayó a nuestros pies. La metralla nos traspasó los pantalones. Destruyó la fachada de la casa, y la escalera, de hierro, quedó convertida en virutas. Pensé que no quedaba nadie vivo. Nos salvamos de milagro”, describe la escena, apocalíptica.


Abdul abre la puerta de su domicilio, en Algorta, y se disculpa por la ausencia de su mujer, una deustuarra enamorada de Siria a quien cada recuerdo la hiere como un puñal. “Está muy tocada. No aguanta hablar de los detalles, de cómo hacíamos fuego a escondidas en el garaje para cocer las legumbres y el pan, de cómo teníamos que ir al baño a oscuras porque si encendíamos un mechero, nos disparaban…”, apunta su marido, recuperados por pura ansiedad los 20 kilos que perdió por puro sufrimiento.


Bajo una réplica del Guernica, rodeado de muebles ajenos en un piso de alquiler, se sabe afortunado por seguir vivo, pero de ahí a celebrarlo hay un infinito trecho. “Todo el mundo nos dice que tenemos que estar felices y a mi mujer esto le hace más daño todavía. Dice: Sí, contenta, si me he quedado sin nada… Hemos perdido todo: a más de 27 familiares, nuestra casa, las fotos, los recuerdos, todas mis obras… Todo se ha quedado bajo los escombros. Eso es un dolor tremendo”, confiesa Abdul, que se pregunta “¿cómo empiezas de nuevo a los 65 años?”. Su esposa tiene 72. Cuando le dicen que debe estar contenta, se echa a llorar. Pero ni siquiera con lágrimas rellena ese “vacío”.


Abdul, en cambio, aguanta el tipo cuando cuenta que llovieron más de mil misiles alrededor de su casa. Lo aguanta, entrenado como está para hacer de tripas corazón. “Mientras mi mujer, mi hija y mis nietas dormían y yo vigilaba, solo Dios sabe cuántas veces me he derrumbado, pero delante de ellas demostraba estar entero”, se sincera. El goteo de cohetes era incesante. “Cayeron montones de veces, al tejado, a un lado, al otro… Nosotros íbamos cambiando el colchón, debajo de las vigas, en función de dónde venían los disparos”, relata.


A las niñas, que no entendían por qué no podían ni encender una vela, las protegieron como pudieron. “Fuimos su urna. Sabían que estaban atacando unos y otros, pero les decíamos que no iba con nosotros, que caía por casualidad. Mi hija estudiaba con ellas todos los días. A veces teníamos que coger los libros y correr al baño”, explica Abdul. Sus nietas se han adaptado bien a la ikastola, han hecho amigas, pero quién sabe. “Igual sus recuerdos despiertan más tarde”, teme. Lejos de querer acaparar protagonismo, insiste una y otra vez en que si cuenta su historia es para poner el foco en los que aún permanecen en Siria. “Un pueblo que lleva cinco años sin colegio son generaciones perdidas. Mi hija y mis nietas están a salvo, pero no es justo que solo mire por ellas. Tengo que ser la voz de los que no pueden hacer llegar su voz. Mi sobrina me decía desde Alepo hace unos días: Reza por Dios para que nos coja un misil y esto acabe porque no podemos salir ni seguir viviendo así”, traslada.


Empujado por la crisis, Abdul, que emigró de Siria para estudiar, cerró en 2011 su negocio de decoración y decidió volver a su pueblo, Rassem Bakro, a 20 kilómetros de Alepo. Su hija había formado allí una familia y su mujer pasaba largas temporadas con ellos. Apenas dos meses después de llegar, estalló la guerra. “El primer año podíamos salir a hacer compras. Iban faltando cosas, pero pensábamos que aquello no duraría mucho, que el mundo ayudaría al pueblo sirio. El segundo año cortaron la luz, el teléfono, la gasolina… Una bombona de gas que valía menos de 10 euros se vendía a más de 150 en el mercado negro”, detalla. Abdul podría haber huido con sus credenciales de ciudadano español, pero sus nietas tenían el pasaporte caducado, su madre, una nonagenaria impedida, no tenía papeles y se sentía en la “obligación moral” de quedarse para protegerlas. “Mi madre me hizo prometer que no la dejaría sola. El último día la tuve que dejar en Alepo, en casa de un nieto. Mi mujer tenía 20 de tensión y peligraba su vida. Antes de que llegáramos a la frontera de Turquía mi madre ya se había muerto”, se duele, la palabra incumplida pesando como una losa, sus ojos empañados en lágrimas.


Aislados, en el punto de mira de ambos bandos, los ocho meses de 2013 que resistieron encerrados fueron un calvario. “Solo dormía dos horas a mediodía, cuando ellos comían, por miedo a que entraran”, dice. Cada vez que los asaltaron docena y media de rebeldes armados hasta los dientes les hizo frente, como activista de la paz que es, con la palabra. “Sabían que no tenía ni un cuchillo. Les decía: O me matáis o no os dejo entrar. Me funcionó todas las veces y fueron muchas. No nos hicieron daño, pero miedo, todos los días”, reconoce y uno se pregunta si preferiría cortar por lo sano o sufrir esa agonía.


Gracias a los alimentos almacenados, unas gallinas y un pozo de agua, fueron sobreviviendo hasta que el 20 de octubre de 2013 un misil del ejército pulverizó la casa de su hermano. “Oí los chillidos de mi cuñada y salí. Mi hermano murió en el acto. Mi sobrino, de 9 años, estaba destrozado por la metralla, pero aún respiraba. Fui a por el coche para llevarlo a un hospital. Mi mujer me dijo: Sé que no vas a volver y, si vuelves, es posible que no nos encuentres. Le dije que mi obligación era… Si mi hermano viviese, él también…”. A Abdul se le anega la garganta. “Me despedí de ellas. Entonces, sabiendo que me iban a matar…”. Se rompe y su dolor se contagia.


De camino al hospital, fue interceptado en un control del ISIS, imploró que le dejaran pasar y logró su objetivo, pero nada más dejar en urgencias el cadáver de su hermano y a su sobrino inconsciente, fue retenido por “dos barbudos armados”. “Me dijeron que yo era del régimen y que me iban a juzgar. Me llevaron en un coche, con las metralletas en mi nuca. Pensé en lo peor, pero estaba más preocupado por las nietas que por mí”, confiesa. Tras varias horas de angustia, un hombre lo reconoció. “Dijo: ¿Para qué habéis detenido a este, que lleva toda su vida en España y rechaza la violencia? Yo no sé quién era, pero me dejaron marchar”, remata el milagro.


Al divisar su coche, su mujer y su hija corrieron a abrir el garaje. Cuando iban a entrar en casa, un misil casi se los lleva por delante. “El ejército fue a por nosotros directamente. Entre el polvo no veíamos nada. Pregunté si estaban bien y, a Dios gracias, no nos pasó nada”, recuerda. Sin tregua, a media noche les asediaron los rebeldes. “Nos dijeron que nos teníamos que marchar sí o sí y nos llevaron a donde un pastor. Pasamos la noche a la intemperie”, cuenta. Al día siguiente fueron a Alepo y pudieron contactar con una amiga de Leioa, que realizó las gestiones oportunos para facilitar su entrada en Turquía.


A salvo en Bizkaia, Abdul ha plasmado en lienzos lo que le dictaba el corazón: una hiena a punto de hincarle el diente a la paloma de la paz, una hilera de refugiados caminando, un tanque apuntando a otra paloma… “Yo he visto aviones de guerra detrás de personas que corrían entre los olivos”, afirma. Lo mismo que ha visto a niños comiendo entre la basura. “Muchas personas han muerto por falta de alimentos o médicos, pero estos no se cuentan en las listas oficiales”. Por eso cuenta Abdul su historia, para que otros no caigan en el olvido y descansen, vivos o muertos, en paz.

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