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Pamplona-Moria, solidaridad sin fronteras
El 2 de enero José Mari Aymerich viajó a Lesbos para ayudar y recibir refugiados. Ahora da charlas sobre su vivencia, “parece que esto ayuda más que lo que hicimos allá”
Diario de Noticias, , 27-03-2016pamplona – El mar ruge embravecido en una playa del sur de Lesbos (Grecia). La oscuridad se ha erigido reina y señora del paisaje y a duras penas se ve nada con la escasa luz que proyectan las linternas de los voluntarios y voluntarias. De repente, un pequeño punto de luz aparece en el horizonte y todos se ponen alerta. El tiempo es oro y, en esta playa, cuestión de vida o muerte. Sus sospechas se confirman y, haciendo un esfuerzo, los que están en la playa logran divisar a lo lejos una barcaza que lucha contra las olas. Los nervios están a flor de piel, pero nadie se mueve. No pueden más que esperar que esa endeble barca logre llegar a la playa. Aún no conocen sus nombres, pero sí saben sus historias; todos huyen de ese malvado monstruo que es la guerra.
En la barcaza, Abdullah, un ingeniero petroquímico yemení lucha por achicar el agua que inunda la miserable barca. Lo hace con las manos, no le importa mojarse. De sus esfuerzos dependen sus cuatro hijos y su mujer, embarazada de siete meses. Huyen de la guerra y los siete piensan que lo peor ya ha pasado. Después de todo, han atravesado Siria andando. A pesar del frío, los numerosos tripulantes del improvisado barco tienen lugar para la esperanza. Incluso hay alguno que sonríe, por fin están llegando a Europa, a la tierra de las promesas. En la orilla, José Mari Aymerich y el resto de voluntarios los ven acercarse con tristeza. “Llegan contentos de haber superado el viaje y de estar en Europa. Nosotros solo podemos pensar en todo lo que les queda por delante”, confiesa Aymerich, que, tras volver en enero de Lesbos, se dedica a contar su experiencia a todo aquel que quiera escucharle en charlas y conferencias. “Parece que así hacemos más por ellos que cuando estábamos allí”, reflexiona este pamplonés y profesor en el Colegio Sagrado Corazón.
“Una de las mejores cosas que hicimos en Lesbos fue sentarnos a hablar con ellos, cuando ya estaban en el campamento de Moria. Estaban muy contentos de que un europeo se sentase a hablar con ellos y escuchara sus historias”, confiesa José Mari.
Historias como la de Abdullah y su familia o las de otros muchos. Historias duras, de esas que cuesta escuchar y hacen sentir vergüenza. “Mohammed, un sirio de 85 años que no podía andar, vino en una barca con su familia, de 15 miembros. Llegaron a la peor zona de la isla, una que es casi como un acantilado. Nos dijeron que eran cristianos y que tuvieron que huir de su tierra porque el Daesh iba a matarlos”, recuerda Aymerich, que se emocionó especialmente con el agradecimiento de la mujer de Mohammed. “Estaba muy agradecida, me quiso regalar un rosario. Era lo único que había podido sacar de su casa, yo le decía que ella lo iba a necesitar más que yo, pero no hacía caso”, explica José Mari con tristeza.
Con otros, como en el caso de Salah Husain, han mantenido el contacto desde que se conocieron en ese campo de la vergüenza que era Moria. “La última vez que hablamos estaba en Grecia, viviendo en la calle. A Salah lo conocí porque nos oyó hablar castellano y vino a preguntarnos si éramos españoles. Él lo hablaba muy bien y nos contó que le encantaba nuestra cultura y que había aprendido a través de internet. Es un apasionado de Alejandro Sanz, se sabía todas las canciones”, recuerda con una sonrisa triste Aymerich.
mafias “Casi ninguno contaba nada del viaje o las condiciones del mismo. Eran pocos los que contaban alguna cosa”, señala este voluntario. Y es que, detrás de estos viajes también hay grandes mafias que se lucran con estos viajes. “Muchos desconfían de contar los detalles, no quieren decir nada. Incluso hubo unos que nos dijeron que hacía dos días que habían salido de Siria. Suponemos que sobornando a quien fuera”, confiesa.
Otros, como un joven pakistaní de 20 años, sí que se aventuraban a contar “algo”. “Este chico huyó de su país con cinco compañeros de universidad. Nos explicó que, como estaban estudiando, los talibanes les iban a cortar las manos. Nos dijo que había venido en una barca con más pakistaníes y que estuvieron trabajando un mes en Turquía, recogiendo aceitunas, para poder pagarse el pasaje en barca”, apunta.
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