Mark Rutte, los refugiados y la caída de Roma

La masa de gente desesperada que se agolpa en Grecia coloca a Europa ante un dilema de consecuencias históricas

El Correo, Javier Muñoz, 20-03-2016

«Si la Unión Europea no frena la crisis de refugiados, terminará como Roma». La frase la pronunció hace unos meses Mark Rutte, primer ministro de Holanda y actual presidente rotatorio de la UE.

En una entrevista al ‘Financial Times’, el político holandés declaró que la caída del Imperio Romano le parecía «un ejemplo a tener en cuenta» antes de tomar una decisión sobre las decenas de miles de sirios, iraquíes y afganos que se han concentrado en Grecia y Macedonia, individuos desesperados que huyen de los extremistas del Islam. Los gobiernos europeos, asustados por el auge de los partidos xenófobos, quieren desembarazarse de ellos y confinarlos en Turquía. La opinión pública se ha echado las manos a la cabeza, pero antes de que eso sucediera Rutte insistía en la gravedad de la situación y defendía los controles fronterizos.

¿A qué se refería cuando se remitió a la Antigüedad tardía para explicar un asunto de tanta actualidad? Sus palabras parecen las del arúspice (adivino) que lee las entrañas de las aves en el Senado romano. El tema se ha mencionado un par de veces en esta sección, pero opino que los últimos acontecimientos de los Balcanes han renovado su interés.

Los manuales de Historia dicen que la descomposición de Roma comenzó a orillas del Danubio, no muy lejos de Idomene, el pueblo griego próximo a la actual Macedonia donde se hacinan hoy los refugiados. El año decisivo fue el 376 de nuestra era, cuando Turquía formaba parte del imperio y su capital (la antigua Constantinopla) era la sede del emperador de Oriente, que entonces se llamaba Valente.

Valente estaba en Antioquía (Turquía), reuniendo tropas para luchar en Persia, cuando le dieron una noticia que en principio no tenía por qué preocuparle. Decenas de miles de godos se habían concentrado a orillas del Danubio, la frontera del imperio romano de Oriente, y habían provocado una crisis humanitaria. Eran guerreros, mujeres y niños que huían de los hunos de la generación anterior a Atila. Procedían de Ucrania y Rumanía, arrasadas por los invasores, y suplicaban a los legionarios que en vez de cerrarles el paso (había un solo puente sobre el Danubio desde los tiempos del emperador Constantino) les dejaran pasar a la otra orilla e instalarse pacíficamente.

El emperador conocía a aquel pueblo, ya que muchos de sus soldados eran godos. Estaban bastante romanizados, hablaban griego y profesaban el cristianismo arriano, como él. Eran mano de obra útil para los latifundios, el servicio doméstico (que tenía mucha demanda) y la milicia. Dadas las circunstancias, lo más inteligente era regularizarlos a todos, así que Valente ordenó al ejército que preparara la logística para ayudarles a cruzar el Danubio. Se confiscó todo lo que pudiera flotar, pero era una operación arriesgada porque llovía a mares y la corriente era fuerte. Muchos godos se ahogaron.

Al principio se actuó con orden. A los godos que llegaban vivos y supuestamente desarmados se les tomaba la filiación. Sin embargo, se agolpó una multitud tan grande que los soldados y los escribanos acabaron desbordados. El proceso se les fue de las manos y se dio la orden de no dejar pasar a nadie más. Los legionarios que habían auxiliado a miles de individuos cerraron la frontera a cal y canto, y comenzaron a perseguir a los que venían detrás, que ahora eran ‘ilegales’ (en la jerga de nuestros días).

Hubo un debate muy intenso sobre lo que estaba pasando. Por un lado estaba la política oficial de acogida a los refugiados, una multitud desesperada que no tenía intención de volver sobre sus pasos y quedar a merced de los hunos. Por otro lado había que ser expeditivo si lo que se quería era taponar el flujo incontrolado de gente. Como ocurre en nuestros días, hacía falta una política de extranjería, pero no era fácil saber cuál era ni cómo ponerla en práctica en circunstancias tan extremas. Algunos oficiales romanos fueron castigados por excederse con los forasteros.

Pero ocurrió algo peor. Los godos que habían entrado legalmente en el imperio fueron concentrados en campamentos y enseguida comprobaron que nadie los quería. Por si fuera poco el ejército especuló con la ayuda humanitaria que les permitía sobrevivir. Cuando los recién llegados se convencieron de que las promesas que les habían hecho no iban a cumplirse se rebelaron.

El escenario de la batalla

Un caudillo llamado Fritigerno encabezó un ejército de godos que asoló Tracia (que comprende las acutales, Grecia, Bulgaria y Turquía) durante dos años. El emperador Valente salió a su encuentro y fue derrotado en Adrianópolis en el año 378. El escenario de la batalla fue la actual Edirne, en Turquía, a un paso de las alambradas contra las que se hoy estrellan los refugiados que vemos en las portadas de los periódicos.

Valente murió en Adrianópolis y su cadáver no apareció. Le sucedió Teodosio, originario de Coca (Hispania), que llegó a un acuerdo con Fritigerno para que fueran los godos los que defendieran el imperio. Los emperadores dependían de los militares en sus luchas de palacio, y los godos eran excelentes combatientes si la paga era buena.

Los ánimos se apaciguaron y la política de integración, que siempre gustaba a las élites romanas, volvió a ser la oficial. No tardó en surgir una corriente xenófoba alimentada por intelectuales cristianos. Estaban alarmados porque los inmigrantes tenían otra cultura y comenzaban a copar el ejército.

Los movimientos migratorios continuaron. Los godos fueron desplazándose cada vez más al oeste de Europa. Tres décadas después de la batalla de Adrianópolis, en el año 410, un godo romanizado saqueó Roma (Alarico). En el año 476 , el hérulo Odoacro (tribu germánica de Escandinavia) depuso al emperador Rómulo Augusto y echó el telón sobre el imperio romano de Occidente, un hecho que en aquel momento no llamó demasiado la atención. Lo curioso es que el imperio de Oriente aguantó casí mil años más en Constantinopla.

Según los historiadores, el año 476 fue el punto de partida de la Edad Media, que duró oficialmente unos mil años, de los cuales los primeros cinco siglos se consideran los ‘años oscuros’.

Sólo habían pasado cien años desde la crisis humanitaria del Danubio y de la batalla de Adrianópolis; el tiempo que nos separa de la Primera Guerra Mundial.

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